El espejo roto de Buckingham Palace
La sanción al duque de York protege a la Corona, no a las víctimas

La caída pública de Andrés, hoy reducido al nombre civil de Andrew Mountbatten-Windsor, representa el desenlace inevitable de una conducta inaceptable. Sus vínculos con Jeffrey Epstein, la ligereza con que los asumió y la falta de empatía visible hacia las víctimas lo convirtieron en un lastre moral y político. Nadie sensato puede defenderlo. El apartamiento de la vida pública y el retiro de honores llegan tarde, pero resultan necesarios. La dignidad de la Corona, y sobre todo el respeto a quienes han sufrido abusos, exigían una decisión firme.
Sin embargo, la firmeza no borra la doblez. La medida contra Andrés se adopta para resguardar la monarquía antes que para proclamar un principio ético. La Casa Real no actuó impulsada por un deber moral repentino, sino por la urgencia de proteger su propia supervivencia en un tiempo donde la legitimidad se mide también en términos de transparencia y decoro. La reacción habría tenido otra oportunidad años atrás, cuando el escándalo comenzaba a tomar forma. Solo llegó cuando el costo reputacional superó la capacidad de soportarlo.
La contradicción se vuelve más visible al recordar el pasado del propio rey. Carlos, hoy cabeza de la Iglesia Anglicana y símbolo institucional de rectitud, protagonizó episodios de deslealtad conyugal que hirieron la imagen de la Corona y humillaron a quienes le rodeaban. Nadie confunde infidelidad con delitos sexuales y el adulterio nunca equipara la gravedad del caso Epstein. Aun así, resulta difícil escuchar la voz del monarca como juez moral sin que asome su historia. Queda la impresión de que la sanción a Andrés responde más a la necesidad de aislar el daño que a una coherente exigencia de integridad.
La decisión correcta, tomada por la razón equivocada, deja un sabor amargo. La monarquía moderna vive de símbolos, reputación y respeto social. Nada de eso se construye solo con protocolo y liturgia. Las instituciones que aspiran a representar valores deben sostenerlos con hechos y asumir que la autoridad moral no se hereda. Se conquista, se cultiva y se pierde cuando la conveniencia supera la convicción.
Andrés, merecidamente apartado, paga por lo que hizo y por lo que representa. Buckingham, en cambio, todavía carga con la tarea pendiente de demostrar que la defensa de la dignidad institucional puede nacer de un principio y no únicamente de un cálculo. La sanción al príncipe caído clausura un capítulo oscuro, aunque no despeja todas las sombras. Allí donde se invoca virtud, la transparencia no debe ser un recurso estratégico, sino una práctica permanente.
En el reino de las apariencias, la justicia toma forma solo cuando coincide con la necesidad. El gesto hacia Andrés cumple con el deber institucional. La coherencia moral aún espera su turno.

Juan Alberto Silvestre S.
Juan Alberto Silvestre S.