Un popi muelú en Roma
Los clásicos tienen una extraordinaria capacidad para sorprendernos

Me confieso una apasionada de los clásicos literarios. Asumo que esta confesión me aleja de lo que está de moda, hoy que tantas veces oímos denostar el canon literario y abogar por el anticanon.
Los clásicos tienen una extraordinaria capacidad para sorprendernos. Y esa capacidad es tan intensa que no se desvae por más veces que los leamos. Cada relectura es una nueva experiencia.
Los clásicos renacen en todo su esplendor siempre que volvemos a ellos; especialmente si lo hacemos con curiosidad y sin miedo, como, por otra parte, debemos entregarnos a cualquier lectura.
Comparto con ustedes estas reflexiones porque ayer terminé de releer la Eneida.
Sillones vacíos
Mi primera vez fue en las aulas universitarias mientras cursaba mi enésimo año de latín, una primera lectura de la monumental obra de Virgilio impulsada más por el programa académico que por el placer de leer, más un ejercicio de traducción que el gozo de leer los versos del mantuano inmortal.
Treinta años han pasado desde esa primera lectura y el regreso a los versos de Virgilio me ha demostrado la verdad en eso que escribió Italo Calvino de que «toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera».
Casi diez mil versos repartidos en doce libros. No se asusten, que sé que los libros largos impresionan. Los romanos dividían sus obras largas en partes, en libros, según la extensión que les permitía un rollo de papiro, que medía poco o más o menos diez metros.
Por lo tanto, un rollo de papiro podía albergar entre setecientos y mil versos. Doce rollos de papiro que nos llevan a Cartago, donde rememoramos la caída de Troya abatida y saqueada por los griegos, y las vicisitudes de la huida de Eneas, nuestro héroe protagonista.
Dido, reina de Cartago y anfitriona de Eneas, se enamora de él y le pide que le cuente su historia y, gracias a Virgilio, nosotros estamos también en Cartago y contemplamos arrobados a Eneas contando sus aventuras y desventuras mientras comprendemos que Dido está irremisiblemente loca de amor.
Dido está asfixiada de Eneas. Claro, Virgilio elige otras palabras: «Mas la reina, hace tiempo el alma herida / del mal de amor, con sangre de sus venas / nutre su llaga, y en oculto fuego / consumiéndose va». Y por supuesto la pinta de Eneas tiene mucho que ver en ese asfixie.
Escuchemos a Virgilio: «Vuelve y revuelve / del prócer la prestancia y noble alcurnia; / grabadas en el pecho sus facciones, / grabadas sus palabras, no consigue, / con tan honda inquietud la paz del sueño».
Eneas es un popi buenmozo («prestancia y noble alcurnia»), hijo de la diosa Venus, nada menos; y, para colmo, un «muelú» (sus palabras se le graban en el pecho a Dido).
Dido cae rendida a sus pies, pero Eneas no está para ella, la suelta en banda y embarca con su flota hacia Roma, su destino.
La historia no termina bien para Dido, ya les adelanto. Lean a Virgilio si quieren saber cómo acaba.
Les esperan aventuras, amores y guerras que nos cuentan el origen legendario de Roma. Llévense del consejo de Italo Calvino y descubran que «los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad».