Sillones vacíos
Dolor y recuerdo en la Academia Dominicana de la Lengua

Los sillones de la Academia Dominicana de la Lengua tienen su propio nombre. En la materialidad de su ser de madera noble cada uno de ellos ostenta una letra tallada.
Simbólicamente a cada académico que ocupa un sillón se le asigna una letra concreta. Esa es la tradición en nuestra Academia, tradición que compartimos, emulando a la Real Academia Española, muchas de las academias de la lengua española repartidas por este mundo nuestro que habla español.
Esa letra significa mucho para nosotros, y se vincula para siempre con nuestra tarea en favor del idioma; se convierte en santo y seña, en la divisa menuda y concisa del compromiso que adquirimos cuando nos reciben como académicos de número.
Los sillones y las letras de la Academia Dominicana de la Lengua están de luto. Cuántos seres humanos valiosos hemos perdido desde la dolorosa muerte de mi querido y admirado don Federico Henríquez Gratereaux, quien fuera nuestro subdirector, en octubre de 2024.
Don Federico, desde su sillón K, representaba la continuidad en la sucesión académica, por tratarse del miembro de número de mayor antigüedad. Con él siempre me unió un vínculo muy especial para los académicos: él pronunció el discurso de mi recepción como miembro de número.
Renombrar la realidad
Desde entonces a mi respeto intelectual por su figura se sumó un entrañable afecto que sigo sintiendo por su recuerdo.
Todavía conmovidos por su ausencia, el marzo implacable de este año se nos llevó a don Rafael González Tirado.
Mi admiración por la labor docente y de divulgación de altura, que tanta falta nos hace, de don Rafael me hace fácil el recuerdo de su bonhomía, de su presencia constante en la Academia, donde ocupaba el sillón H, de su generosidad infinita y del cariño personal que siempre me manifestó, y que fue recíproco.
Un agosto desatento, que parecía no acabar nunca, no nos dio tregua. Dejó vacío el sillón A, que ocupaba mi apreciado don José Rafael Lantigua. Qué grandeza la del intelectual generoso, con la altura y la amplitud de miras suficiente para valorar y dar visibilidad al trabajo de los demás.
A los que estamos detrás del Diccionario del español dominicano nos lo demostró con creces. Y, apenas llegando a su final, se nos llevó a don Franklin Domínguez, cuyas palabras estuvieron siempre al servicio de su pasión por el teatro, al que representó en la Academia Dominicana de la Lengua desde el sillón V.
Recuerdo su discurso de ingreso sobre «El lenguaje del teatro» y la delicia de oír de sus labios el relato de ciertos episodios de su vida, entrelazados con su experiencia teatral.
En estos días un sentimiento de orfandad sobrevuela esos sillones y esas letras. Vendrán otros, otras, a ocuparlos y en sus discursos de ingreso recordarán a estos grandes hombres de letras, como manda la tradición y la cortesía académica.
Otros, otras, serán en el futuro la letra A, la letra H, la letra K, la letra V. Llevarán a su espalda el honor y la responsabilidad de estar a la altura, tarea nada fácil cuando de se trata de llenar estos zapatos.
Nos queda el consuelo de la permanencia de sus obras, que, gracias a la magia de unas pequeñas letras trazadas con tinta sobre el papel, nos acompañarán siempre.