¿Y el rumbo?...
Modernidad vacía, cuando el progreso es solo una fachada

Vivimos un ciclo confuso. A pesar de las torres minimalistas, las galerías comerciales, las marcas, el consumo, la conectividad y la macroeconomía, retornamos a lo básico. Y no hablo de una vuelta a las esencias humanas: es un giro regresivo a los sentidos. Para los que solo entienden el lenguaje estereotipado diría que entramos a una oscura "explosión sensorial", donde el "sentir" se impone al "pensar", o, como diría el apóstol Pablo, en la que la "carne domina al espíritu".
Lo trágico es que el progreso tecnológico ha estado al servicio de esa cosmovisión. En la era digital la tendencia es anular el esfuerzo, estimular la distracción, deshumanizar las relaciones y dejarles a los softwares y algoritmos el trabajo humano. El producto es un individuo hueco, solitario y escapista.
El imperio de la tecnología impone así sus patrones. Todo lo que produce es serial y renovable para hacer del consumo una adicción sin tiempo. La filosofía implícita en esa dinámica es que nada es definitivo ni permanente; todo es provisional y desechable. En esa comprensión se incluyen los valores, las relaciones y hasta el orden natural de las cosas. Una lógica inversa en la que no hay contenido moral; vale si es útil o conveniente, criterios que el mercado, el orden ideológico o la política determinan según los intereses instalados en el sistema.
Las respuestas de las sociedades a esta cosmovisión están asociadas a su nivel de desarrollo. En aquellas donde la sobrevivencia es ley, como la nuestra, hay menos resistencia, sin contrapesos robustos para mitigar su influencia.
Mientras el mercado arremete con un bombardeo de ofertas, el sistema le niega a la mayoría el acceso. Esa paradoja marca los patrones de violencia que hoy vivimos. Y es que cuando hay mucho en pocas manos y poco en muchas, la ley del arrebato se impone en sus más eufemísticas maneras.
En nuestro caso domina no solo la carencia material sino la educativa donde los valores pierden y el consumo gana. Y es que para resistir esta agresión global se precisa de un muro de contención fundado en bases tan fuertes como las que provee y afirma la educación, una aspiración que en nuestro caso no tiene siquiera agenda de futuro. Ahí reside la más poderosa razón de nuestro subdesarrollo.
Somos una sociedad predominantemente joven y desigual que aspira a que el Estado le retribuya sus aportes, pero los caminos para alcanzar una realización deseable son negados de distintas maneras. Hoy se amontonan generaciones bajo la sombra de una pobreza material y de espíritu tentada a buscar atajos. Profesionales que salen a dar tumbos con títulos en las axilas, maestros funcionalmente analfabetos enseñando lo que no saben, máquinas tituladoras certificadas como "universidades" por la irresponsabilidad política/estatal, modelos educativos armados en la improvisación y el dispendio. Se pretende tapar las sombras del subdesarrollo espiritual con el brillo de una modernidad material para hacernos creer que progresamos. Estamos tan perdidos que el liderazgo político se disputa entre sí sobre quién hizo más construcciones de obras en lugar de competir en índices de desarrollo humano. Así marchamos, como carrusel cansado rodando hacia el regreso.
Una juventud sin provocaciones legítimas que estimulen objetivos cognoscitivos es la que busca en el ocio la compensación existencial. La sexualidad promiscua, el escapismo narcótico y el ocio construyen el invernadero de la violencia urbana. Pero no se trata de una devoción erótica leve y sutil; es en la mitificación del sexo anatómico y crudo que la lírica sucia levanta como pancarta "artística". Unos tiempos tan inversos que hacen de la pornografía poesía romántica.
En contextos cada vez más amplios, las adolescentes se debaten tempranamente entre una preparación sacrificada o la callada subasta de su cuerpo como medio de escalamiento social. La degradación parida de esta realidad trae como lastre una crisis de referentes éticos en una sociedad en la que la moral es viejo atavismo de la tradición conservadora. Porque para el progresismo impostor de hoy los derechos están por encima de los propios sujetos.
La autoridad pública, llamada a encarnar los valores del ejemplo, es la primera en violarlos metódicamente. La actividad política, una elección que no requiere más calificación que el activismo o la inversión financiera, es el proyecto aspiracional de los que buscan la "otra vía" para rotar socialmente. Una vez en el poder, ¿qué importa la nación o la conciencia? Para eso, carajo, ¡somos gobierno!