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Que no se le caiga el gobierno, presidente

¿Podrá Abinader evitar el desgaste y cumplir las promesas de cambio?

El primer gobierno de Luis Abinader fue visto por muchos como un ensayo para probar si merecía otro.  Al recibir una economía recesiva, como secuela de la crisis sanitaria, la sociedad fue bastante indulgente con sus ejecutorias. Le exculpó deslices y le celebró aciertos.

Las impericias de su administración fueron dispensadas dadas las "buenas intenciones" del presidente, presunción que de alguna manera excusó el mal desempeño de funcionarios claves y la demora de su gobierno para despegar. 

Durante su primera gestión Luis Abinader fue un consentido.  Pocos se atrevieron a reprochar sus acciones u omisiones. La sociedad seguía encandilada con la expectativa del cambio.  Pero, los años pasaron, y el presidente, sin darse cuenta, afrontó unas elecciones como candidato a la reelección.   

Dos razones revalidaron su mandato: a una parte del electorado le resultaba impensable volver al pasado; otra votó para que emprendiera el gobierno esperado. Esa voluntad fue tan inequívoca que le otorgó al partido oficial el dominio casi absoluto del Congreso y de los ayuntamientos.

De alguna manera la población entendió que el primer gobierno de Abinader fue para atender apremios del presente y el segundo para hacer una gestión de futuro. Esto último supone acometer las grandes reformas institucionales, esas que eludieron muchos gobiernos y que hoy precisan de grandes consensos sociales: fiscal, salud, seguridad social, ministerio público, penal y otras, ya que la laboral y la policial, con sus matices, están en curso. 

Para la ejecución de todas esas reformas no solo se precisa de leyes, sino de mayores ingresos presupuestarios y gastos de capital, de los que el Gobierno no dispone.  Así que cualquier reforma institucional sin la fiscal se diluiría en el esfuerzo legislativo.

Las expectativas para el segundo mandato de Abinader empiezan a caerse. El Gobierno afronta dificultades de sostenibilidad financiera y debe ser cauteloso con la gestión de la deuda, única fuente para soportar las inversiones de capital.

Seguir acudiendo a los préstamos convertiría a Abinader en el presidente que más endeudaría al país, memoria poco deseable para cualquier gobernante.  Relacionar la deuda con el PIB, como sofisma retórico, ya no convence, aparte de que la perspectiva del crecimiento económico no es tan auspiciosa. Sin dinero no hay gobierno, por muy buenas intenciones que sobren.

Una noche en Santiago el presidente tuvo la atención de apartarme para exponerme las razones por las que declinó la reforma fiscal. Lo escuché con cuidado y, como algunas de las que reveló no fueron comunicadas al país, me reservo la confidencia. Entendí en parte las justificaciones, pero seguí convencido de que era imperativa y que aplazar era peor que asumirla.

Pienso que Abinader obvió las señales de los tiempos y dejó pasar una oportunidad inmejorable.  Una buena parte de la nación está de acuerdo con una reforma racional, integral y equilibrada. El país no desestimó la reforma fiscal; rechazó el proyecto del Gobierno porque no reunía esas condiciones, pero la mayoría está consciente de que no puede esperar realizaciones sin una reestructuración del sistema fiscal para, entre otras grandes cosas, aumentar los ingresos tributarios.  Lo que se pedía era consensuar sus bases y alcances, pero nunca abandonar la iniciativa.

Creo, sin embargo, que, aun con cierta tardanza, el Gobierno debe abrir un proceso consultivo de amplia base que pueda armar una propuesta robusta, y relanzar la iniciativa. En su oportunidad sugerí que el proyecto retirado solo se tuviera como documento referencial, sin usarse como matriz para basar/pautar las deliberaciones del diálogo.

El presidente necesita priorizar atenciones. Abrir varias carpetas, como lo hizo en su primer gobierno, dispersará esfuerzos y quedarán más abiertas que clausuradas. Tampoco debe preocuparle la aprobación a su gobierno, ya que ese ego político condiciona su accionar, en un momento en el que él y el país necesitan concentración. De manera que las encuestas de aprobación debe engavetarlas y obrar con más empuje que en su primer mandato.  En su último gobierno debe ser determinante y convencerse de que no trabaja para el presente; lo hace para la historia.

Otra tarea del presidente es revisar su trabajo personal. Luis Abinader es el funcionario que más horas efectivas de trabajo reporta. En eso ha sido una bestia indomable; ningún presidente lo sobrepuja. Le convendría reflexionar, sin embargo, en la eficiencia de tal sacrificio, ya que, más que ocupación, su alta función exige rendimiento. Quizás sea el momento de evaluar resultados antes que contar horas.

Es posible que a esta altura el presidente empiece a disfrutar las bondades de su alto cargo (lo que es natural para un ejecutivo ansioso y afanoso) y que acepte más viajes al extranjero o asista con más frecuencia a eventos no oficiales; eso es legítimo, pero no debe mostrarse "relajado" ante sus funcionarios. Eso es contagioso. Si ellos perciben que el presidente "goza" su presidencia replicarán lo propio y, lo peor, tomarán confianza. El presidente no debe perder ese control y mantener su tensa atención a lo que hacen o no sus burócratas. Cuando tal vigilancia se relaje, estos empezarán a obrar por su cuenta, temerosos de que el tiempo en un gobierno sin reelección se acorta y con ello la oportunidad de armar su futuro.   Entonces saldrán los escándalos por corrupción.

Abinader sabe que todo Gobierno se desgasta; que la imagen cansa y los discursos fastidian cuando las ejecutorias no son las esperadas. Cuando eso sucede, la población empieza a contar sus días y a desear su entrega. Sucedió en los últimos gobiernos de Mejía, Fernández y Medina. Es cuestión de retardar ese momento con trabajo asertivo y ánimo alto. Si afloja, se desmorona.

La mala noticia para Luis Abinader es que la nación espera más de lo que él cree que ha dado. Y, aunque con menos, queda expectativa para ese mandato. De manera que no debe extasiarse en la complacencia de lo realizado; falta casi todo. Con un Congreso a su merced y las tareas de futuro pendientes, no hacer un gobierno con impronta histórica será siempre imperdonable. No lo puede dejar caer...

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Abogado, ensayista, académico, editor.