Conversar con el tiempo
Reseteado, me convenzo de que no es verdad que el tiempo cura todo, que apenas adormece lo que duele más

Acudí a Cotuí a darle apoyo a una de mis tías por la rama materna a propósito de la muerte de uno de sus hijos, Juan, de 56 años, semanas atrás. Conduje solitario por la autopista Duarte, luego tomé el camino de Piedra Blanca y Maimón hasta llegar al municipio cabecera de la provincia Juan Sánchez Ramírez.
Un trayecto no tan lejano desde Santo Domingo. Las dos horas se hicieron eternas (inusual en mí) como para que relampagueantes pensamientos fluyeran en ese momento acerca de mi infancia y adolescencia. La película solo se interrumpió al caer en los enormes baches de los tramos Piedra Blanca-Maimón-Cotuí.
Ese camino se hizo cotidiano en la existencia de mi madre Leticia. Iba mensual a ver a los viejos. En mi hogar, en la avenida Lope de Vega 105, con exactitud de reloj frenaba un carro marca Chevrolet Impala de la "Línea Rafaelito", que llevaba pasajeros a domicilio a los pueblos. En el parque de La Javilla, en la avenida San Martín, operaban varias de esas rutas.
Recordé uno de los tantos viajes que hice junto a Mamá camino a Cotuí: me llevó en el asiento delantero, Primera Clase. Con poco esfuerzo, me llegaron algunas imágenes de aquel momento, pero al parecer otras desaparecieron del "disco duro", lo que atribuyo a la molestia constante de los zapatitos blancos que mi madre me encasquetó, que les admito me quedaban tan a la medida que a duras penas llegué vivo a la casa de los abuelos en La Colonia, en el ocaso de la década de los años sesenta.
Con aquella incomodidad llegué al sector del municipio cabecera, cuyas casas fueron diseñadas en madera de clavot, piso encajonado con madera lisa, techo de asbesto, montada sobre pilares que levantaban la estructura sobre el nivel del terreno. Aquel fue un asentamiento para familias japonesas, inaugurado por el tirano en 1959.
Al retornar ahora a La Colonia, frente al hogar donde vivieron mis abuelos desde la caída de la tiranía, recordé cómo mi infancia asumió la ruralidad de las familias campesinas. Mi abuela, se empoderada desde la cocina, siempre con un moño recogido al estilo clásico, con un outfit de señora pudorosa vestida con una falda que llegaba a los tobillos. Como docente de una escuela rural, la abuela Francisca Antonia Díaz Vásquez irradiaba e imponía autoridad.
Desde la galería de la vivienda de tía Guadalupe, observé la casa de mis abuelos. Al entrar al túnel del tiempo, evoco los años de mi niñez consciente de que el tiempo no se detiene, no te espera, aún parezca que no avanza, sí lo hace y de una manera inexorable sin pedir permiso. Lo constaté cuando me acerqué al patio de los abuelos, donde solía jugar con mis primos.
Descubro, ahora, que la noria natural superficial de la cual se abastecía de agua la casa para los quehaceres cotidianos, ya no existe. Es el lugar donde por primera vez descubrí musgos. Observé que aquellas plantas se aferraban a la pared del hueco del que salía el líquido, como se aferra el ser humano a la vida. Pregunté por el río San Blas, al que solíamos ir a bañarnos, una de las atracciones de las vacaciones del colegio. Descubrí que San Blas es uno de los 700 ríos y arroyos desaparecidos.
Reseteado, me convenzo de que no es verdad que el tiempo cura todo, que apenas adormece lo que duele más: las ausencias de familiares cuya lista cada vez es más extensa, aunque la muerte -según Friedrich Nietzsche-es la pérdida de la esperanza de un futuro más promisorio.

Rafael Núñez