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Darle pa´abajo (aplausos)

Cuando el reclamo de "mano dura" normaliza la muerte

El dato no es dedo en la llaga. Desnuda, simplemente, la pasividad activa de la sociedad (y no es un oxímoron), frente a la violencia criminal del Estado. Un voluntario dejar hacer, dejar pasar justificado por una población sin aprecio por los derechos ni por la vida, salvo cuando ambos conceptos le sirven para la pantomima del rubor circunstancial e inocuo.

Que durante los primeros ocho meses de este año la Policía haya asesinado a ciento setenta personas debería horrorizarnos; por ellas y por la latente amenaza que la impunidad de estos crímenes hace gravitar sobre todos. Cierto, hay capas de protección que contribuyen con la indiferencia mayoritaria: la intensidad de la violencia estatal, así como sus consecuencias, depende del lugar que ocupamos en la escala socioeconómica. Se da por sentado que los delincuentes solo germinan en la periferia de nuestro ilusionista Polígono.

No es imputación gratuita: la sociedad dominicana economiza a la violencia estatal el trabajo de justificarse. El reclamo de «mano dura» contra la delincuencia, el socorrido «darle pa´bajo» que se pronuncia con risueño desdén por la víctima, son el clima en el que esos ciento setenta presuntos o reales delincuentes asesinados se convierten en anécdota. Si algún inocente es abatido, como lo fue Vladi Valerio Estévez la pasada semana, alzamos los hombros y restamos importancia a este daño colateral.

Normalizada en nuestra vida personal y colectiva, hemos establecido con la violencia una sedante distancia emocional y moral. Es problema de otros, no nuestro, que somos la parte «sana» de la sociedad. Desde esta óptica, los asesinados en los «intercambios de disparos», en los que nunca, o casi nunca, mueren policías, son desechos humanos de los que es un alivio prescindir.

Ese «trujillito» que llevamos dentro y nos hace despreciar el valor de la vida, explica los datos de la Encuesta de cultura política y cambio climático, publicada en el 2022 por el Instituto de Investigación Social para el Desarrollo, según los cuales el ochenta por ciento de la población (el setenta y siete entre los más jóvenes) favorece un gobierno autoritario. De estos, a treinta de cada cien les importan un bledo los derechos humanos. Pura diferencia de matices.

Estas opciones políticas y éticas no se expresan solo por el fracaso de la democracia en garantizar la seguridad ciudadana.  Verlo así es quedarse en la periferia del problema. Desentenderse de su arraigo en una cultura ajena a los vínculos, o incapaz de establecerlos, entre la violencia estatal y un ordenamiento social basado en jerarquías y exclusiones.

No se trata de banalizar la violencia delictiva, sino de integrarla a un análisis que trascienda el corto espacio de nuestras narices. La delincuencia existe y es de tontos negarla. Pero entre esta constatación y validar la narrativa asocial de sus causas, media el trecho que define la calidad de nuestra convivencia y de nuestras expectativas comunitarias presentes y futuras.

Hasta hoy, los llamados planes de seguridad ciudadana, incluyendo una reforma policial que no termina de cuajar, han servido solo para alimentar la retórica de un funcionariado débil por las estadísticas. Es menos riesgoso que asomarse a las entrañas del sistema social en el que la delincuencia germina.

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Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.