No es el pene, es la cabeza
La propuesta de castración química, que aquí parece ser indiscriminada, reincide en suplantar a la agredida poniendo el foco en el agresor

En medio del jaleo público sobre la violación grupal de una joven en Villa González, el Colegio de Abogados no tuvo mejor idea que la de lograr un «permiso laboral», eufemismo que encubre la libertad condicionada, para un condenado por incesto.
En lugar de la celda en el 15 de Azua, el violador impartirá docencia en Derecho en la deslucida organización profesional.
Mensaje no tan subliminal de una cultura de la violación que encuentra dispensa moral en un medio que revictimiza a las mujeres y, saciado el morbo, cuando el caso es mediático, se desentiende del daño.
Pero vayamos a otra cosa: la resurgida propuesta de castración química de los violadores sexuales llegada en la voz de la Fundación Institucionalidad y Justicia. Otra «solución» avestruz que, como dijéramos la pasada semana de los adjetivos despectivos contra los violadores, forma parte de las estrategias de ocultación ideológica del patriarcado.
Vigente en distintas modalidades en unos quince países en todo el mundo, la castración química es aplicada a pederastas y pedófilos reincidentes y, excepcionalmente, a violadores de mujeres adultas.
Según cuál país, puede ser obligatoria o voluntaria, pero su inclusión en la legislación penal parte de considerarla disuasoria del delito sexual y de su contumacia.
De eficacia controvertida, individualiza, medicaliza y patologiza la violación sexual solapando su verdadera causa: las relaciones de poder entre hombres y mujeres que permiten a los primeros apropiarse del cuerpo femenino.
Como lo señala la antropóloga feminista Rita Segato, la violación sexual no es un acto genital sino un acto de poder que castiga a la víctima por infringir la reglas culturales y sociales que prescriben el comportamiento femenino (no andar sola de noche, no emborracharse, no vestirse «provocativamente», etc.).
El violador «educa», «moraliza» a la transgresora y la devuelve al redil. El problema, por tanto, no es el supuesto deseo sexual descontrolado del violador (los violadores villagonzaleños andaban en «coro», ninguno, que se sepa, con antecedentes de agresión sexual), sino su cabeza, su compulsión de reafirmar los códigos de la masculinidad.
La propuesta de castración química, que aquí parece ser indiscriminada, reincide en suplantar a la agredida poniendo el foco en el agresor. Él es el «problema», no una sociedad en la que las mujeres son consideradas ciudadanas de segunda categoría, con prerrogativas reducidas al marco normativo patriarcal.
Es el camino más fácil, desde luego, aunque también el más fariseo. El violador sexual castrado es, paradójicamente, el chivo expiatorio de la cultura y la ideología que propician su delito.
Consumado el «correctivo», la violación de las mujeres y de las niñas es reducida a contingencia; opción jurídica y conceptual que, en este caso y aunque parezca su opuesto, opera como caldo de cultivo y como máscara de su normalización.
Ni la castración química ni penas más severas son la solución a la agresión contra la integridad sexual y humana de las mujeres y las niñas, sino la deconstrucción de un sistema patriarcal que fomenta las relaciones de poder asimétricas.
Y para esto hace falta, como primer paso, educar en la igualdad entre hombres y mujeres y en una sexualidad libre de las pulsiones de dominio de la masculinidad tóxica. Ponerle el cascabel al gato, en suma.