No son animales, son hombres con derecho a violar
El juicio moral como coartada social ante la violencia sexual

No me arriesgaría a decir que la violación grupal de una joven drogada en Villa González ha indignado al país. Morbo ha creado, eso sí, como lo demuestran la difusión viral en las redes sociales del video que la recoge y la urgencia de verlo de quienes no lo han hecho. Generalizar la supuesta indignación falsea la realidad.
Pero tan graves como este falseamiento son las palabras que nombran a los perpetradores. En algunos espacios mediáticos, el exceso denigratorio expresaría la cólera moral de quienes hablan o escriben. Pero, como hemos dicho en otras ocasiones, el lenguaje no es inocente. Cada una de estas coléricas palabras descontextualiza la violación; la despoja de su genealogía patriarcal para reducirla a monstruosidad singular. Desdeñar a los violadores es, pues, fingidamente empático con la víctima y permisivo con el sustrato ideológico de la violación. Quiérase o no, constituye la disculpa simbólica de una sociedad que niega lo que ve. Algo así como sacar de la canasta la manzana podrida y, ¡zas!, resuelto el problema.
Más allá de su empaque (reptilianos, por ejemplo) los adjetivos endilgados, insisto, difuminan la legitimación social de un sistema de sexo-género que convierte a la mujer en propiedad masculina. Nos venden la idea de que estos violadores, o cualquier otro, constituyen una tumoración social localizada y extirpable. Es decir, desvanecen la agresión sexual como expresión de la violencia estructural y sistémica contra las mujeres.
Los violadores de Villa González tampoco han infringido los códigos de la hombría y actuado de manera cobarde. Argumentarlo es parte del entramado exculpatorio. En lugar de ser «poco hombre», el violador es un macho de pelo en pecho. Toma posesión del cuerpo-cosa que le pertenece por defecto.
La alharaca por lo sucedido en Villa González demuestra igualmente su falacia en la ausencia de contrapunto al grito de las estadísticas: entre enero y junio pasados, la Procuraduría General computa 583 denuncias de violación sexual; 965 de seducción de menores (eufemismo por donde se tome) y 257 de incesto. Por cuanto las tres categorías implican violencia sexual, tenemos que en apenas seis meses se han denunciado 1,795 violaciones sexuales; denuncias –diez cada día–que no son otra cosa que la punta del iceberg.
(Diario Libre actualizó a julio las estadísticas sobre delitos sexuales. De las 3,854 denuncias depositadas, 681 corresponden a violaciones, equivalentes al 17.67 %).
Contrastando con el silencio sobre esta violencia cotidiana, nos ensordece el clamor por condenas ejemplarizantes a los violadores villagonzaleños. Nuevamente, el juicio moral sirve para eximir a una sociedad comprometida hasta el tuétano con el abuso sexual contra las mujeres y las niñas.
Si todavía entonces el mediático caso mereciera la atención pública, lo cual dudo, la condena penal de los «malos» permitirá a los «buenos» sentirse protegidos de toda sospecha. Mientras, las causas sociales que configuran la violación, grupal o individual, quedarán intocadas. A mano tendremos siempre las palabras para llevar hasta el límite el campo semántico del ponciopilatesco lavado de manos.