Entretenimiento no es credibilidad política
La política no es un reality show, la trampa de la popularidad mediática

En las últimas décadas, la política ha vivido un proceso de espectacularización que ha difuminado las fronteras entre la esfera pública y la industria del entretenimiento. Las redes sociales, la televisión y la cultura de la inmediatez han convertido a presentadores, actores y celebridades en figuras omnipresentes, capaces de movilizar audiencias masivas. Ese fenómeno ha alimentado la idea —seductora, pero equivocada— de que la popularidad mediática puede traducirse, casi de forma automática, en credibilidad política. Sin embargo, la realidad demuestra que ambos capitales pertenecen a universos distintos y, con frecuencia, incompatibles.
El entretenimiento produce afecto, intimidad y reconocimiento. Los espectadores creen "conocer" a quien aparece cada noche en la pantalla; desarrollan lo que la sociología llama relaciones parasociales, un vínculo emocional que parece cercano pero que solo opera en una dirección. La política, en cambio, demanda algo muy diferente: legitimidad. La legitimidad no nace del carisma televisivo, sino de la capacidad demostrada para gestionar intereses colectivos, negociar con actores diversos y comprender la compleja arquitectura institucional que sostiene a un Estado moderno. Ahí donde el entretenimiento ofrece familiaridad, la política exige confianza; donde uno brinda evasión, la otra requiere responsabilidad.
Bourdieu lo explicaba con claridad al hablar de los distintos tipos de "capital". Un artista acumula capital simbólico —prestigio, fama, reconocimiento cultural— pero el capital político se construye con experiencia, alianzas, conocimiento técnico y credibilidad institucional. Uno no se transforma mágicamente en el otro. De hecho, intentar hacerlo de forma apresurada puede provocar un desgaste irreversible, tanto para la figura pública como para la calidad del debate democrático.
Los ejemplos abundan. Marcelo Tinelli, una de las figuras televisivas más influyentes de Argentina, descubrió que el apoyo masivo de espectadores no equivalía a un respaldo político real. Su intento de construir una plataforma fue percibido como improvisado: le faltó estructura, discurso y una comprensión más profunda de los tiempos políticos. La popularidad, que parecía un trampolín perfecto, se transformó en un recordatorio de que la simpatía del público no asegura confianza para administrar lo público.
Otro caso, muy distinto pero igualmente ilustrativo, es el del peruano Zumba, un personaje televisivo con enorme arrastre popular. Su breve aventura política terminó antes de empezar- Al enfrentarse a los requisitos, compromisos y tensiones de la vida partidaria, optó por retirarse. La fama le dio visibilidad, sí, pero no la convicción —ni la preparación— necesarias para construir una trayectoria en la arena política. La política no perdona la improvisación; y la improvisación, tan tolerada en el espectáculo, resulta fatal en el espacio público.
A la larga, la confusión entre entretenimiento y política empobrece a la democracia. Sustituye la deliberación por la emoción, la propuesta por la performance y la credibilidad por el rating. La política necesita voces nuevas, sin duda; pero voces que comprendan que gobernar es un acto de responsabilidad colectiva, no un escenario más donde brillar. La popularidad puede abrir puertas, pero solo la credibilidad —esa que se construye con rigor, coherencia y compromiso— permite cruzarlas sin traicionar al electorado.

Juan Alberto Silvestre S.
Juan Alberto Silvestre S.