El contribuyente: A quien tanto se alude, sin saber que eres tú
El contribuyente paga la fiesta, pero no baila. Es el burro de carga que aplaude al jinete que lo azota

Dos hechos me hicieron reflexionar para elaborar este artículo: una publicación en la columna El Espía, de este mismo Diario Libre, en días recientes; y una experiencia que viví en Alemania, hace muchos años, que me marcó.
Según la legislación tributaria dominicana, contribuyente es toda persona o empresa que paga impuestos al Estado, ya sea de manera directa —cuando se descuentan o declaran ingresos y propiedades— o de manera indirecta —cuando paga tributos incluidos en cada compra o servicio consumido—. En pocas palabras, contribuyente es todo ciudadano o ciudadana que produce o consume.
Esto significa que, aunque muchas veces no se tenga plena conciencia, toda persona que consume o produce paga impuestos: el asalariado que tributa vía retenciones, el empresario que declara beneficios, el comerciante que factura ventas y también el consumidor común que paga un impuesto cada vez que compra un producto o utiliza un servicio.
Financia todo, pero no figura ni en los créditos
En la República Dominicana ese personaje llamado contribuyente es mencionado hasta el cansancio, pero nadie parece reconocerlo. Se le invoca en discursos oficiales, se le usa como justificación de impuestos y hasta como argumento de orgullo nacional. El drama es que el ciudadano común, que constituye la mayoría, no tiene conciencia de que lo es.
Sin embargo, paga, sí, pero sin saberlo. No entiende que cada vez que compra una botella de agua, un paquete de galletas o un galón de gasolina, está entregando al fisco una parte de su bolsillo. Reclama al Estado como si pidiera un favor, no como quien exige un derecho legítimo.
Y para colmo, según algunos tratadistas, paga también al empresariado, porque en cada compra asume los costos de producción, el margen de ganancia y hasta el gasto en publicidad que se le añade al costo final. En verdad, el contribuyente es la obra maestra de cualquier país, y la República Dominicana no es la excepción. Financia todo, pero no figura ni en los créditos.
Cuando la fiesta la paga el pueblo
La columna El Espía, de este mismo Diario Libre, lo retrató con precisión quirúrgica cuando en una de sus entregas recientes denunció que la extensión del metro hacia Los Alcarrizos, una obra de más de quinientos millones de dólares aún sin estrenar, ya presenta filtraciones y varillas oxidadas. Y lo más indignante es que sea el pueblo, a través de la Opret, quien tenga que cubrir las reparaciones.
Como justamente señaló El Espía, si hay vicios de construcción corresponde al contratista corregirlos y cubrir los costos, no al contribuyente. Pero aquí la costumbre se impone: lo que en cualquier país civilizado sería un escándalo, en el nuestro se normaliza. Y la ironía es que el contribuyente no solo paga la cuenta: también deja la propina y agradece que lo vuelvan a invitar.
El contribuyente en otras latitudes
En Alemania, cuando aún estaba dividida, viví una experiencia que me marcó. Como periodista invitado a la Semana Verde Internacional de Berlín, el programa incluyó una visita a diferentes estados junto a colegas latinoamericanos. Cada vez que alguien de nosotros pretendía pedir algo fuera de lo estipulado, los guías nos frenaban con una advertencia que sonaba casi a sentencia moral: "Hay que defender el sacrificio del contribuyente".
Lo más aleccionador es que no era una frase hueca, era un principio grabado en la conciencia ciudadana. Allí, el dinero público era intocable porque representaba el esfuerzo colectivo, lo que hacía suponer que nadie se atrevía a despilfarrarlo ni a usarlo como caja chica de favores políticos. Aquí, en cambio, el contribuyente es tan noble que paga hasta los fraudes... y todavía da las gracias.
La diáspora: el gran contribuyente olvidado
Existe, además, un contribuyente que se lleva el premio a la invisibilidad: la diáspora dominicana. Son millones de compatriotas que, a fuerza de sudor en tierras extranjeras, envían cada año miles de millones de dólares en remesas. Esas transferencias son la segunda fuente de divisas de la economía nacional, sosteniendo no solo a sus familias, sino a un Estado que depende en gran medida de su sacrificio.
En campaña, todos los que buscan un cargo electivo los endiosan, prometiendo representación digna, facilidades y agradecimiento eterno. Una vez instalados en el poder, los olvidan. No hay servicios reales, no hay retribución proporcional, no hay políticas públicas que reconozcan que sin ellos el país se tambalearía. Y mientras tanto, el contribuyente dominicano sigue en su papel: paga, calla y sonríe; lo único que le falta es pedir perdón por existir.
En mi pueblo de Villa Jaragua, de donde soy "nacío y críao", el dueño y conductor de la casa de juego de azar, mientras movía el jarro con las bolas del dado, estimulaba una mayor cantidad de apuestas con la frase desprendida: "La casa pierde y se ríe". Aun cuando casi siempre se llevaba la mayor tajada, con su expresión pretendía hacerle ver al público que su interés no era ganar: algo así como servir de mediador no lucrativo.
El contribuyente sin conciencia de sí mismo
La tragedia, en el fondo, es que el contribuyente, que es la inmensa mayoría de la población, carece de conciencia de sí mismo. Ni el que vive aquí, que asume resignado que el sistema lo exprima, ni el que vive fuera, que sostiene la economía sin exigir reciprocidad, parecen interiorizar que tienen en sus manos un poder legítimo para reclamar.
Aquí, ocupar un cargo público y no salir rico se considera una ingenuidad, casi una estupidez. Y así se perpetúa la farsa: la mayor hazaña de la política criolla no ha sido recaudar impuestos, sino convencer al contribuyente de que no los paga. Y entonces queda la ironía final, como sentencia lapidaria: en este país, el contribuyente es tan invisible que hasta parece contento de serlo.