La humildad óntica, una luz en un mundo líquido
La humildad óntica no es una invitación a la debilidad ni a la abnegación, sino un acto de honestidad intelectual y existencial
Alfredo Rubio de Castarlenas fue sacerdote, filósofo, educador y poeta, nacido en Barcelona en 1919 y fallecido en 1996. Concibió y promovió el "realismo existencial", recogido en el libro 22 historias clínicas - progresivas de realismo existencial (1986), considerado una teodicea —estudio de Dios más allá de la religión, la justificación racional de Dios— a partir de la razón humana.
Tuve la dicha de conocer a ese gran hombre durante los viajes que realizó a nuestro país. En uno de ellos promocionaba la Carta de la Paz, escrita por él y enviada a las Naciones Unidas, avalada por un conjunto de países y millones de firmas recogidas en apoyo a ese texto de promoción de la paz mundial.
Con Alfredo conocí la humildad óntica, un concepto filosófico que nos invita a reconocer nuestra posición finita y contingente en el vasto cosmos. Contrasta de manera radical con la arrogancia que caracteriza a nuestra sociedad líquida: una cultura del descarte, donde los valores se han vuelto maleables y la vida se consume de manera superficial.
La humildad óntica no es una invitación a la debilidad ni a la abnegación, sino un acto de honestidad intelectual y existencial. Es el reconocimiento de que no somos el centro del universo, de que nuestra existencia está intrínsecamente ligada a un contexto mayor: a una red de relaciones, historias y verdades que nos preceden y nos trascienden. Esta conciencia nos permite valorar la experiencia de los otros, la sabiduría de las tradiciones y la fragilidad del ecosistema que nos sustenta.
Vivimos llenos de arrogancia. La encontramos en el funcionario, en el agente policial, en el policía de tránsito, en el motorista que no repara en nada, en el que no quiere hacer fila para obtener un servicio. El obispo olvida que es, sobre todo, pastor. Y miles de ejemplos más. Es el estilo de vida light que domina hoy, sustentado en la negación de la finitud. Promueve un yo omnipotente, que puede lograrlo todo sin esfuerzo. En esta realidad el compromiso se evita, la profundidad es una carga, y valores como la empatía, la lealtad o la justicia se relativizan hasta perder su significado. Se prefiere la conveniencia a la convicción, el placer efímero a la felicidad duradera.
Este desprecio por los valores y la ética no es un fenómeno aislado: es la consecuencia directa de una sociedad que ha perdido su anclaje. Olvidamos que los valores son el andamiaje que sostiene la convivencia, los principios que nos permiten construir puentes en lugar de muros.
El desafío de la humildad óntica, como lo predicaba Alfredo Rubio, no es la sumisión, sino la responsabilidad. Es el compromiso de ser guardianes de los valores que nos dan forma, no porque nos sean impuestos, sino porque los hemos entendido como el cimiento de una vida más plena y significativa. Es la fuerza para resistir la tentación de una vida superficial y la valentía para defender aquello que consideramos correcto.
En una época de cambios vertiginosos, la humildad óntica nos llama a detenernos y reflexionar sobre nuestra verdadera naturaleza. Nos insta a recuperar el sentido de lo sagrado en lo cotidiano, a valorar las pequeñas cosas y a reconstruir los lazos comunitarios que hemos roto.
Es un recordatorio de que, para construir un futuro más sólido, debemos comenzar por reconocer la tierra que pisamos y el cielo que nos cubre, aceptando nuestra humilde y, al mismo tiempo, poderosa posición en el esquema de la vida. Hay que reconstruir los valores de nuestra sociedad, lo que implica, primero, redescubrir la humildad de nuestro ser.