¿Somos elitistas?
La dominicanidad no viene con manual, un llamado a la sobriedad cultural
Algunos compatriotas han decidido que la dominicanidad viene con manual. Mientras más ruido, más patria; mientras más ventarrón vocal, más bandera. Según esa doctrina tropical, uno demuestra amor al terruño a punta de bocinas, palabrotas y coreografías de pelvis. Los que no entramos en esa procesión decibélica somos tratados como sobrevivientes de una antigua civilización.
Aquí seguimos. Pocos, minoritarios y -peor todavía- sobrios. Gente rara que baila merengue sin mover los cimientos del barrio, que pasa de Mahler a un chambre sin sufrir crisis identitaria, que goza a Juan Luis sin convertir el carro en discoteca rodante. Gente que se emociona con Maridalia y recuerda la elegancia de Lope Balaguer. Eso, para algunos, es casi traición cultural.
¿Elitistas? No, coherentes. Disfrutar de una ópera sin renunciar al patimongo de la suegra -que, sin aspavientos, compite con mis estrellas Michelin- ni a despreciar el ron añejo que abraza al puro con la misma dignidad que un borgoña, al pato. La vida, para este grupo que no maldice, está hecha de capas: jazz y bolero, Stravinski y tambora, un cabernet honrado y un trago de sol caribeño curado en barrica noble. Bravos que arriesgan la dentadura con un buen chicharrón. Todo cabe, menos la estridencia obligatoria.
Inadmisible es el chantaje cultural que pretende que quien no venera los alaridos de Bad Bunny o los experimentos de Tokischa sufre una insuficiencia patriótica. Tolero a Romeo Santos -la vida es negociación permanente- y adoro a Rosalía, la de El mal querer. La motociclista exasperada la dejo para oídos más templados.
Reivindico, pues, este pedacito silencioso del país de quienes creen en la música sin autotune, en la palabra sin groserías y en el placer sin escándalo. ¿Aristocracia? No, dominicanos con oído. Una minoría, sí. Pero minoría feliz y, sobre todo, incorregible.

Aníbal de Castro