La suerte echada
Mientras el Estado intenta salvar vidas, la nación apuesta a los santos números
La suerte del país estaba ya sellada, como en aquel alea jacta est de Julio César al cruzar el Rubicón. Noticia sabida: las muchas lluvias de Melissa golpearían medio país y abrirían, una vez más, las compuertas de la desgracia. Por fortuna, los daños resultaron menos graves de lo temido y el inventario de vidas perdidas sigue siendo bajo, una rara concesión de la naturaleza a nuestra habitual imprudencia. El gobierno hizo su trabajo, no se confió al albur.
Mientras el agua caía con furia, algunos parecían vivir en otro clima. En plena prohibición de operar negocios no esenciales, las bancas de apuestas —esas cuevas del azar que brotan como hongos venenosos en cada esquina, tanto en barrios humildes como en avenidas de prestigio—levantaron sus persianas. Vendían números extranjeros, porque los sorteos locales habían preferido guardar silencio.
El país se debatía entre el lodo y la resignación; y las bancas, inundadas de incautos. Retrato perfecto de nuestra contradicción: mientras el Estado intenta salvar vidas, la nación apuesta a los santos números. Ni la lluvia ahoga la superstición. Ni el miedo detiene el negocio. La banca —esa que siempre gana— parece estar más allá del deber cívico y de la empatía. Más protegida que el comercio legítimo, cerrado en nombre de la seguridad colectiva.
¿Azarosos somos? Quizá. O tal vez condenados a confundir sino con destino. La verdadera lotería no está en los números que se juegan, sino en la impunidad que se tolera. Tendremos mucha suerte —o una breve redención— si las autoridades se deciden, por fin, a cruzar su propio Rubicón: el de imponer sanciones y demostrar que la ley, al menos por un día, también puede ganar. A todos nos caería el premio mayor.

Aníbal de Castro