La cueva del descrédito
Cuando los corruptos hacen las leyes
La dictadura dominicana quedó sin verdad. Nunca se investigaron a fondo sus crímenes ni se establecieron responsabilidades. En lugar de trazar una línea moral que separara la memoria del olvido, el país rehabilitó a verdugos y cómplices con una facilidad que todavía sorprende. Esa indulgencia, muy lejos de inocua, fertilizó la impunidad que hoy se cosecha a diario.
Para entender el presente y pronosticar el futuro, preciso es estudiar el pasado. El resultado salta a la vista. Salvo las excepciones de rigor, muchas o pocas, basta repasar la matrícula del Senado y la Cámara de Diputados para entender por qué la corrupción se ha vuelto parte del paisaje.
No hace falta un doctorado en ciencias sociales, solo abrir los ojos. Condenados por corrupción han accedido al Congreso como si nada; riferos se disfrazan de empresarios honorables; narcos se camuflan de legisladores. La casa que debería ser guía de la nación se ha transformado en vitrina del descrédito.
El Poder Legislativo es, en teoría, el espacio donde se forjan las normas que organizan la vida en común. Debería inspirar respeto y buena ciudadanía. Pero lo que exhibe es la coartada moral de quienes deberían estar rindiendo cuentas, no levantando la mano para aprobar leyes. Donde tendría que imponerse la sanción social florece la complicidad. Donde debería nacer la sanción punitiva, reina el acomodo.
La democracia se degrada de muchas maneras. No solo con golpes de Estado, también con el goteo lento de la desvergüenza. Un Congreso con farsantes —pero de bolsillos largos— convierte la representación en caricatura.
Esos congresistas bajo sospecha que hablan en nombre del pueblo es la mejor prueba de que una máscara política no esconde virtud republicana. Lo que detiene es el hedor persistente de la corrupción.