Renombrar la realidad
La preservación de nuestros topónimos, la mayoría de ellos, antiquísimos, mantiene viva nuestra historia, la esencia de nuestra cultura y, con ella, también la riqueza de nuestra lengua

Para los griegos onomastikós era el arte de nombrar. Para nosotros los filólogos la onomástica es la ciencia que trata de la catalogación y estudio de los nombres propios.
Todas sus ramas –no podía ser de otro modo– tienen su nombre: la antroponimia estudia los nombres propios de persona; la etnonimia, los nombres de pueblos y grupos étnicos; la hidronimia, los nombres de ríos, arroyos o lagos; la toponimia, los nombres propios de lugar.
Los nombres que a lo largo de la historia los dominicanos les han puesto a los lugares que habitamos son la demostración cultural de la presencia y la permanencia del ser humano en nuestro territorio.
Cuando le asignamos un nombre a un lugar lo hacemos parte de nuestra cotidianeidad, en cierto modo, nos apropiamos de él. Nombrar es contar una historia que permanece anclada al territorio mucho más tiempo que nosotros mismos.
Tabú y eufemismo
De ahí el valor de los nombres de lugar, no solo para el estudio de la geografía, sino también de la historia, la sociedad, la cultura y, en lo que a la filología compete, la lengua.
La preservación de nuestros topónimos, la mayoría de ellos, antiquísimos, mantiene viva nuestra historia, la esencia de nuestra cultura y, con ella, también la riqueza de nuestra lengua. Su valor reside en su capacidad de arraigo perdurable en el terreno, en su vinculación con el medio natural y con las personas que viven en él.
Nombrar es contar una historia y renombrar es intentar cambiar esa historia; es transformarla, al menos en apariencia, casi siempre en interés del que impone el nuevo nombre.
La nao Santa María zozobra en los bajos costeros del norte de la isla. Un puñado de marineros tendrá que permanecer en tierra. La expedición, a la que ya solo le queda una pequeña carabela, corre el riesgo de ser vista por sus patrocinadores de la corona de Castilla como un completo fracaso.
Colón aprovecha que el naufragio se produce la noche del 24 de diciembre para nombrar este asentamiento Fuerte de la Navidad, y transforma así, por mor del topónimo, la tragedia o la negligencia en un hecho providencial. Las palabras crean el relato y, con él, son capaces de transformar la realidad.
Recuerdo aquí el artículo «Topónimos a través de la historia», en el que Bernardo Vega relacionaba una docena de topónimos que, por vicisitudes históricas, han servido para nombrar a la República Dominicana, y a vincularlos con la famosa quintilla decimonónica del padre Vásquez, aquella de «Ayer español nací / en la tarde fui francés / en la noche etíope fui. / Hoy dicen que soy inglés. / No sé qué será de mí».
Más de cinco siglos después otros son los que renombran nuestra realidad, apropiándose de nuestros topónimos y convirtiendo Punta Cana en Cap Cana, Las Terrenas y La Romana enTerrenas y Romana, San José de las Matas en Sajoma; un puñado de ejemplos más cercanos a nosotros de construcción retórica a través del topónimo para recrear, tantas veces interesadamente, el relato de la realidad dominicana.
Respetemos los nombres de nuestros lugares, su integridad, su ortografía. Sentimentalmente el nombre de nuestro campo, de nuestra tierra, del riachuelo en el que nos bañábamos, del paraje donde quizá se pronunciaron las primeras palabras de amor, estará siempre asociado al afecto que nos conecta con quienes somos.