Cuerpo y alma
El libro, un invento milenario que la tecnología no ha podido reemplazar

Abrimos el libro; un gesto tan cotidiano –o, al menos, debería serlo– que olvidamos que ese objeto que llamamos libro es un invento extraordinario en su sencillez y en su complejidad.
De la humilde piedra al mármol señorial, de la arcilla moldeable al ligero papiro, del bambú al pergamino y, por fin, el papel.
De la tablilla al rollo, que solo permitía leer de principio a fin; del rollo, o volumen, a un puñado de hojas cosidas, escritas por ambas caras. No había que leer en un orden determinado; se podía navegar entre las páginas.
El libro podía apoyarse en una mesa y mantenerse abierto sin grandes dificultades. El éxito del formato estaba garantizado; se ha mantenido durante más de mil quinientos años y da muestras de una salud de hierro. Ni siquiera los cambios tecnológicos lo han afectado.
Aunque son muy populares los libros digitales, que nos evitan el problema del espacio y, cuando hablamos de viajes, del peso, sobre todo a los que hemos sucumbido al vicio de la lectura, todavía es notable la preferencia por el libro de papel.
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Solo hay que abrirlo y ponerse a leer; a lo sumo, un marcapáginas para recordar dónde hemos dejado la lectura (eso si no queremos recurrir a doblar la esquinita).
Basta con abrir el libro para verle la tripa, que así se llama su interior. El meollo del libro, la obra que contiene y que le da sentido, es lo que llamamos cuerpo. Y, como el nuestro, va envuelto y protegido al principio y al fin por una especie de piel de papel formada por páginas.
Para empezar, y para terminar, nos muestra respeto, nos deja un poco de espacio con un par de hojas en blanco que conocemos por páginas de cortesía.
A continuación, la portadilla recoge el título del libro; tras la portadilla, la portada, que nos completa la información de autoría y edición de la obra. En el verso de la portada encontramos la página de créditos, con los datos legales y de propiedad intelectual.
Hemos pasado cinco o seis páginas para la izquierda y, al paso, se nos va abriendo la puerta a un nuevo espacio y a un nuevo tiempo.
Podemos encontrar una dedicatoria o un epígrafe, que así se llama la cita que a veces lo autores incluyen al comienzo y que suele estar relacionada con el contenido de la obra.
En algunos libros hay un prólogo o prefacio, en muchas de ellas tan literario como la obra misma e imprescindible para entenderla; me acuerdo, por ejemplo, del juego narrativo de los prólogos creados por Cervantes para el Quijote y por Unamuno para Niebla.
Concluida la lectura, podemos encontrar, o no, un epílogo; casi siempre un agradecimiento a aquellos que colaboraron en la escritura o en la edición.
Y, aunque hayamos terminado de leer, el libro no está completo hasta que llega su colofón, la ´cumbre´ de griegos y latinos, en la última página, con los datos de la impresión. Agarren un libro, conozcan su cuerpo y, si se atreven, acérquense a su alma.