No existen palabras
Adiós al académico que hacía renacer las palabras, Don Federico Henríquez Grateraux
No existe palabra, al menos yo no la conozco, para nombrar el sentimiento incomparable del dolor por la pérdida en la distancia.
A muchos kilómetros de nuestra República Dominicana supe del fallecimiento de don Federico Henríquez Grateraux.
Hay tres lazos invisibles que nos unen a nuestra condición de académicos de la lengua: la letra que nos asignan, el académico que ostentó esa letra antes que nosotros y aquel que nos recibe en la institución y contesta a nuestro discurso de ingreso.
Fallece el notable periodista y ensayista Federico Henríquez Grateraux
En mi caso, son dos, puesto que fui la primera académica a quien se le asignó la letra zeta.
Sin embargo, y sin ninguna duda, el lazo más cordial e imperecedero es el que me unía a don Federico, quien, en un lejano marzo de 2011, fue mi padrino en la Academia Dominicana de la Lengua.
Recuerdo sentarme a su lado y escucharlo hablar.
Solo eso; simple y llanamente, escucharlo hablar, en un español culto y vibrante, plagado de versos y vivencias; aprender de su experiencia vital y de sus conocimientos infinitos, y, especialmente, de su forma de vivir la vida, ligada por el mimbre sutil y a la vez persistente de la palabra.
Con su voz llena de ecos don Federico recitaba, por ejemplo, al inmenso Rubén Darío y ensartaba anécdotas personales con su sobresaliente bagaje cultural.
Esa capacidad que no dejaba de despertar en mí a un tiempo admiración y envidia. Escribió una vez Mora Serrano que don Federico era uno de los conversadores más extraordinarios que jamás tuvo este país de grandes conversadores.
Desde luego, a los que lo tratamos, nos demostró cómo cultivar el don de la palabra hablada, con su calidez y su sabiduría.
Decía don Federico que los escritores y los filósofos son capaces de hacer renacer las palabras viejas y gastadas y de «echarlas a rodar de nuevo dentro del pueblo que las acuñó» para así ayudarnos a «sentir o a pensar con más intensidad».
Me enseñó don Federico que hay que saber mirar la vida con los ojos abiertos y que, de vez en cuando, también estamos obligados a entornar los ojos y a lanzarle una penetrante «mirada oblicua al mundo». Esa mirada en él era la palabra.
La palabra, el dominio inteligente del buen decir era su oficio, su vicio, su ungüento para mitigar el dolor, su vocación más íntima. Por ello se ganó mi admiración y mi respeto, como el de tantos dominicanos.
Y siendo esta faceta extraordinaria, hay una que en él admiro sobre las demás: su calidad humana, el amor y la entrega que dedicaba a su familia, retribuidos con creces, y el orgullo que sentía por ellos y que tantas veces compartió conmigo.
Tenía una conciencia diáfana del tiempo y de la brevedad de la vida, por eso nos dio tanto. El español ganó con su ejercicio, las letras dominicanas ganaron con su figura. Los que lo conocimos ahora también sentimos que hemos perdido, aunque para siempre nos quedan sus obras.
Ha quedado vacío –¡y cuánto!– el sillón K en la Academia Dominicana de la Lengua. Nos falta don Federico, nos falta el académico de una lengua, la nuestra, la de quinientos millones de hablantes y largos siglos de historia, que dominaba con la maestría, el humor y la gracia de los clásicos.