No se puede pedir más
Cómo la puntuación ha moldeado la comunicación escrita
Los buenos hablantes son conscientes de la importancia de cuidar la expresión. Siempre nos queda algo por aprender, algo por mejorar. En cuanto a la escritura se refiere, nos preocupa especialmente la ortografía de las letras, que nos provocan dudas y algún que otro sonrojo.
Sin embargo, sin dejar de lado las letras, a la hora de escribir bien conviene prestar mucha atención a los signos de puntuación. Conocer y dominar sus usos es imprescindible para que nuestra expresión escrita sea ordenada, clara, y, lo más importante, para que refleje con propiedad eso que realmente queremos decir.
Si todo en nuestra lengua es fruto de la historia y del uso, los signos de puntuación no iban a ser menos. Nuestro sistema para puntuar textos es muy antiguo y ha evolucionado a lo largo del tiempo al compás de nuestras necesidades.
La Ortografía de la lengua española dedica un curioso apartado a la historia de la puntuación del español, desde la aparición de los signos tal y como los conocemos hoy a la fijación de sus normas de uso.
Ya en el siglo III a. C. los estudiosos de los textos de la Biblioteca de Alejandría utilizaban ciertas marcas para reflejar algunos aspectos de la pronunciación, como la entonación o la acentuación.
Travesía de palabras
En la Antigüedad y en la Edad Media la lectura no era la actividad personal que es hoy; era frecuente que se hiciera en voz alta y dirigida a un grupo de oyentes.
No olvidemos que un libro era un objeto raro y valioso, que solo podía ser reproducido a mano, en un proceso lento y laborioso para el que solo estaban preparados unos pocos.
Si a esto añadimos que la mayoría de la población era analfabeta, comprendemos la importancia de que los textos escritos guiaran la lectura en voz alta, no solo para que se entendiera bien el mensaje, sino para que sonara armónico y agradable.
La llegada de la imprenta exigió que se fijara poco a poco un sistema uniforme de signos y unos criterios claros para aplicarlos de forma que los impresores y correctores tuvieran una referencia común.
El impresor Aldo Manuzio estableció en 1490 su taller de impresión en Venecia, con la mirada puesta en el rescate y la difusión de la literatura de la antigüedad griega, que admiraba profundamente. Aristóteles, Platón, Aristófanes, Heródoto, Sófocles o Eurípides tienen mucho que agradecer a Aldo el Viejo y a su pasión por perpetuarlos.
Entre manuscritos, tinta, tipos y componedores, Manuzio nos legó también su tratado Epitome ortographiae, en el que ya encontramos un sistema de seis signos de puntuación que se parecen mucho a los que usamos hoy: coma, punto, punto y coma, dos puntos, interrogación y paréntesis.
A partir de aquí la evolución no se detiene. La Real Academia Española en el Diccionario de autoridades de 1726 añade a estos seis signos tradicionales la admiración y la diéresis.
La primera Ortografía académica, publicada en 1741, suma las comillas y los puntos suspensivos; y la segunda, en 1754, los maltratados signos de apertura de la exclamación y la interrogación.
Conocer su historia es respetarlos; y respetarlos es esmerarnos en utilizarlos correctamente. Nos rendirán un servicio inestimable para entender a los demás y para que los demás nos entiendan. ¿Quién puede pedir más?
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