El empleo no es casualidad: la informalidad como herencia de un Estado que no planifica
Trabajar sin derechos, la cruda realidad del 56 % de los dominicanos

El joven que me atendió en la cafetería tenía dos trabajos y un sueño: terminar su carrera técnica en mantenimiento industrial. "Si aguanto este ritmo un año más, tal vez logre mudarme de casa y conseguir el título", me dijo con una sonrisa. Pero al irse, noté algo más: no tenía seguro médico, ni cotización, ni contrato. Estaba en la economía informal, como más de la mitad del país.
En República Dominicana, el 56.2 % de la población ocupada trabaja en la informalidad, según datos del Banco Central. En menores de 30 años, esa cifra supera el 72 %. No se trata de falta de esfuerzo ni de voluntad. Se trata de un Estado que ha renunciado a planificar el empleo como un derecho y una política pública estructural, dejando a millones de personas atrapadas en un ciclo de subsistencia.
Desde la economía política, esta informalidad responde a un modelo de crecimiento sin bienestar: sectores productivos de bajo valor agregado, escasa inversión en formación técnica, débil encadenamiento entre educación y empleabilidad, y una estructura tributaria que castiga al pequeño productor formal mientras premia la evasión silenciosa.
Solo 1 de cada 4 jóvenes entre 18 y 29 años tiene un empleo formal.
El 70 % de las mujeres ocupadas lo hacen sin acceso a seguridad social.
Y en 2024, el gasto público en formación para el trabajo apenas representó el 0.7 % del presupuesto nacional.
Mientras tanto, el gasto tributario por exenciones a grandes empresas superó los RD$ 250 mil millones, sin una medición real de su impacto en empleo.
En regiones como El Seibo, Bahoruco o Dajabón, la tasa de informalidad laboral alcanza el 80 %. Allí, tener un empleo no es sinónimo de dignidad, sino de riesgo. Sin contrato, sin pensión, sin voz.
Como escribí en Por el Bien Común, "el verdadero rostro del progreso se mide en las garantías que recibe quien madruga". Hoy, la mayoría madruga sin garantías, y eso es un fallo estructural del Estado.
La informalidad no es solo una condición económica: es una trampa política, fiscal y moral. Desfinancia la seguridad social, impide la bancarización, precariza la democracia y normaliza la desigualdad como si fuera inevitable.
Nuestra Constitución, en su artículo 62, reconoce el trabajo como "una función social que debe ser protegida por el Estado". Pero no hay protección si no hay planificación. No hay equidad si seguimos diseñando políticas laborales desde la capital, sin mirar el territorio.
Es momento de actuar. Propongo tres medidas urgentes y viables:
- Transformar el IDOPPRIL en un sistema nacional de seguro de desempleo y transición laboral. Esto reduciría la vulnerabilidad de quienes pierden su empleo y permitiría su reinserción con dignidad.
- Crear Consejos Regionales de Empleo y Formación, con participación de sectores productivos, gobiernos locales, universidades y centros como INFOTEP. Estos consejos deberán articular la oferta educativa con las necesidades reales de cada territorio.
- Implementar un régimen tributario simplificado para microempresas formales. Reducir trámites, crear incentivos de entrada y garantizar acceso a crédito, seguridad social y compras públicas.
Pero para que funcionen en nuestro país, se necesita algo más que leyes: se necesita decisión política y visión de justicia estructural.
Desde el Defensor del Pueblo hemos iniciado procesos de escucha territorial a través de la Diálogos por tu Comunidad. Lo que se repite en cada provincia, en cada encuentro, en cada barrio, es la misma queja: "trabajo, pero no tengo derecho a nada". Ese grito silencioso debe convertirse en política pública.
Volvamos al joven de la cafetería. Tiene fuerza, metas, entusiasmo. Pero no tiene red de protección. Si cae, el Estado no lo sostiene. Si triunfa, el Estado no lo acompaña. Esa es la tragedia silenciosa de millones de dominicanos.
El empleo no es una estadística. Es un derecho.
Y el derecho no puede seguir siendo un privilegio.