León XIV, Francisco y la reforma fiscal
Del buen samaritano al sistema tributario, cómo construir solidaridad real

En los aviones, las instrucciones de seguridad son claras: en caso de despresurización, colóquese usted primero la mascarilla de oxígeno, y luego ayude a otros. Solo quien está en condiciones puede socorrer. Esta misma lógica se aplica a la vida: para dar, hay que tener.
Lo pensé por primera vez en mi adolescencia, en Puerto Plata, frente al mar. Lo confirmé años después al escuchar aquella frase evangélica: "Tuve hambre y me diste de comer". Para alimentar al hambriento, primero hay que tener comida. Y tener implica responsabilidad: quien tiene, puede y debe compartir.
También lo ilustra la parábola del buen samaritano: no se quedó a cuidar al herido, sino que lo llevó a una posada, pagó al posadero y siguió su camino. Cumplió con generosidad, sin abandonar sus obligaciones. En la ciudad moderna, con su ritmo frenético, no todos pueden ir en persona a socorrer. Pero sí pueden contribuir con instituciones que brindan alimentos, salud o educación a quienes más lo necesitan. Donar no es caridad ocasional, es compromiso sostenido con los demás.
De allí paso a otra escena más reciente: la elección del nuevo Papa. Muchos esperaban que adoptara el nombre de Francisco II, en señal de continuidad con el pontífice que proclamó: "¡Cuánto quisiera una Iglesia pobre para los pobres!". Pero eligió llamarse León XIV, evocando tal vez al papa León XIII, autor de la encíclica Rerum Novarum, que sentó las bases de la doctrina social de la Iglesia en favor de los más necesitados.
¿Será este un nuevo signo de los tiempos? Tal vez León XIV no diga aquello de una Iglesia "pobre", pero sí quiera una Iglesia que motive a los que tienen recursos —personas, empresas y gobiernos— a ayudar más a los que no los tienen. ¿Qué papel debe jugar la Iglesia para fomentar una solidaridad estructural, no solo sentimental?
Estas reflexiones se cruzan con el debate nacional sobre la reforma fiscal. El presidente prometió que no afectaría a los más pobres. Pero la propuesta inicial se centraba en ampliar el alcance del ITBIS, un impuesto que pesa por igual sobre todos los consumidores. No distingue entre quien gana millones y quien sobrevive al día. En la práctica, afecta más a las clases medias y bajas.
Si se quiere que quienes más tienen aporten más, hay alternativas más justas. Una de ellas es modificar el impuesto sobre la renta empresarial. Hoy todas las empresas pagan una tasa plana del 27 %, sin importar si ganan cien mil o cien millones. ¿No sería más equitativo aplicar un sistema escalonado, como ya se hace con las personas físicas? A mayor ganancia, mayor contribución. Esto, lejos de castigar el éxito, fortalece el compromiso con una sociedad más equilibrada.
También podría estudiarse la aplicación de tasas diferenciadas en el ITBIS: productos de lujo con mayor carga impositiva; artículos esenciales con menor o ninguna. El impuesto inmobiliario, por su parte, debe evitar penalizar a quienes poseen viviendas modestas, enfocándose en propiedades de alto valor.
Algunos empresarios sostienen que ellos son quienes sostienen al Estado porque pagan impuestos. Pero habría que precisar: los impuestos los paga la sociedad. El ITBIS lo paga el consumidor. El impuesto sobre la renta empresarial se paga con dinero que también proviene del consumo. El pueblo es el verdadero motor que genera los ingresos del Estado... y de las empresas.
Por eso, cuando el Estado dispone de más recursos gracias a un sistema justo, todos se benefician. Y cuando mejora la vida de los más pobres, estos consumen más, se educan mejor, enferman menos y, en consecuencia, fortalecen la economía. Una reforma fiscal no es solo un ajuste técnico: es un acto moral. Y como tal, requiere visión, sensibilidad y justicia.