Dos acuerdos, una misma arquitectura: Lo que el Congo y Cotuí nos enseñan sobre la paz
Firmas sobre papel vs. paz real, los riesgos de excluir a actores clave en negociaciones
En junio de 2025 se firmaron dos acuerdos que, aunque separados por miles de kilómetros, comparten una arquitectura común: un intento de transformar conflictos prolongados en caminos de convivencia. Uno se firmó en Washington, entre la República Democrática del Congo y Ruanda, con la mediación de Estados Unidos, Qatar y la Unión Africana. El otro, en Cotuí, entre Barrick Pueblo Viejo, el Gobierno dominicano y las comunidades afectadas por la expansión minera.
El primero apunta a desactivar una crisis geopolítica con décadas de enfrentamientos armados, actores regionales enfrentados y economías de guerra ligadas a recursos estratégicos como el coltán y el cobalto. El segundo aborda un conflicto socioambiental: la tensión entre el desarrollo minero y los derechos de comunidades que reclaman dignidad, participación y respeto por su territorio.
Lo que une ambos procesos no es su escala, sino su diseño. Ambos revelan que la resolución de conflictos complejos exige más que buena voluntad: requiere un proceso de negociación cuidadosamente estructurado, con actores legítimos, tiempos adecuados y condiciones de implementación sostenibles.
En el caso del Congo y Ruanda, la mesa fue internacional y de alto voltaje diplomático. Pero el acuerdo firmado en Washington deja fuera al M23, una de las milicias más activas y controvertidas en el este del Congo, lo que compromete su alcance y efectividad. La paz formal no siempre garantiza la paz real.
En Cotuí, en cambio, el conflicto se procesó localmente, pero con componentes igualmente sensibles: reasentamiento forzoso, compensaciones discutidas y tensiones acumuladas. Fue clave la presencia de mediadores creíbles —la Iglesia Católica y el Defensor del Pueblo— así como la disposición del Estado a asumir un rol más activo como garante, más que como parte.
Desde la teoría de la negociación multipartita, ambos casos ilustran lo que se conoce como una arquitectura de múltiples niveles: no basta con alcanzar un consenso en la mesa principal si no se alinean las "mesas detrás de la mesa", es decir, los grupos de interés, los actores secundarios y la opinión pública. El éxito de un acuerdo no depende únicamente de lo firmado, sino de cómo es percibido, implementado y defendido por quienes deben vivir sus consecuencias.
Un acuerdo es apenas un punto de partida. El verdadero reto comienza después de la firma: cuando hay que cumplir, rendir cuentas, ajustar y sostener la voluntad. Esa etapa, muchas veces invisible, define si estamos ante una solución o apenas una pausa.
Si observamos ambos procesos con mirada sistémica, podemos reconocer una arquitectura común en todo acuerdo complejo que aspire a ser sostenible. Más allá de las particularidades de cada caso, ciertas constantes estructurales se repiten cuando el objetivo es transformar conflictos de fondo en nuevas formas de convivencia:
- una disputa prolongada con alto costo humano o social;
- actores con poder asimétrico (militar o económico);
- necesidad de mediadores legítimos;
- firma de un acuerdo con compromisos verificables;
- y el gran desafío pendiente: la implementación.
A partir de esta estructura compartida, se hace evidente que los acuerdos duraderos no dependen solo del contenido, sino también del contexto. Y, sobre todo, de cómo son concebidos, facilitados y sostenidos. Este enfoque trasciende los conflictos públicos o diplomáticos: también se aplica a negociaciones empresariales, procesos de fusiones y adquisiciones, relaciones con comunidades y construcción de consensos en políticas públicas.
Los siguientes principios no son recetas, sino herramientas estratégicas para quienes negocian en nombre de un Estado, una empresa, una comunidad o una causa. Son claves para diseñar acuerdos legítimos, resilientes y viables.
1. Toda negociación tiene tres dimensiones: sustancia, proceso y relación.
No se negocia solo "el qué", sino también "el cómo" y "con quién". Un acuerdo sólido no descuida ninguna de estas dimensiones. El contenido debe ser justo, el proceso legítimo y la relación entre las partes debe poder sostener el cumplimiento. Ignorar una de las tres fragiliza el todo.
2. El acuerdo es el comienzo, no el final: lo esencial es la implementación.
Muchos procesos fallan no por lo que se acuerda, sino por lo que no se planifica después. Cronograma, responsables, recursos, seguimiento, rendición de cuentas... La verdadera medida de un acuerdo no es su firma, sino su ejecución sostenida.
3. La legitimidad no se decreta, se construye.
Un acuerdo es legítimo cuando se basa en criterios objetivos: estándares técnicos, normas legales, precedentes, informes de expertos independientes y principios ampliamente aceptados.
Por ejemplo, el acuerdo en Cotuí incorporó los estándares de desempeño de la Corporación Financiera Internacional (IFC), particularmente el Estándar 5 sobre reasentamiento involuntario, lo que elevó su credibilidad tanto local como internacionalmente.
Cuanto más fundado esté en razones compartibles y no arbitrarias, más resistente será a la crítica, a los cambios de gobierno y a la prueba del tiempo.
La legitimidad es, ante todo, una arquitectura de sostenibilidad y confianza.
4. Los actores ausentes pueden convertirse en amenazas presentes.
Una negociación que deja fuera a partes con poder real (militar, económico, comunitario o simbólico) crea las condiciones para futuras rupturas. A veces, incluirlos es complejo; pero excluirlos casi siempre es peligroso. La arquitectura del acuerdo debe ser inclusiva y estratégica.
5. Un buen acuerdo no solo resuelve el presente: se prepara para el cambio.
Todo entorno cambia: liderazgos, prioridades, contextos. Por eso, los acuerdos deben incorporar mecanismos de revisión, actualización y resiliencia. Lo que hoy parece estable, mañana puede tambalear. Un buen diseño no congela el conflicto: le da cauce a su evolución.
La paz no es solo poner fin al conflicto —ese es el armisticio—, sino la ciencia de diseñar relaciones legítimas, sostenibles y capaces de resistir el tiempo. Porque todo acuerdo mal concebido no pone fin al conflicto: solo lo aplaza.