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Latinoamericanización del sistema constitucional estadounidense

Cómo Trump está reescribiendo el manual del poder ejecutivo en EE. UU.

El constitucionalismo en América Latina ha estado marcado por dos grandes temas, independientemente de las particularidades de cada país: uno, la duración de los períodos presidenciales, incluyendo las modalidades de reelección, y, dos, el alcance de los poderes que se le asignan al presidente y el tipo de relación con los demás poderes del Estado. El caudillismo político en sus diferentes manifestaciones, enraizado en las estructuras sociales y los hábitos culturales de nuestras sociedades, acomodó las constituciones republicanas que se fueron adoptando en los países de nuestra región tras su independencia a la necesidad de concentrar poder y ejercerlo de la manera más discrecional posible.

La historia constitucional dominicana ilustra de manera muy clara ese patrón histórico que se expresó también, con mayor o menor grado de intensidad, en todos los países de América Latina. En nuestro caso, lo vemos desde el momento fundacional de la nación, con aquel enfrentamiento entre una concepción bastante liberal-democrática del sistema de gobierno de los primeros constituyentes y la vocación concentradora del poder de Pedro Santana, la cual se plasmó en el artículo 210 de la primera Constitución dominicana. Esa tensión estuvo presente en los innumerables cambios constitucionales que tuvieron lugar durante el resto del siglo XIX y una gran parte del siglo XX. De hecho, la mayor queja de los sectores liberales y progresistas contra la Constitución de 1966 que auspició el presidente Joaquín Balaguer se enfocaron en, por un lado, la reelección sin límites y, por el otro, en el entonces famoso artículo 55 sobre los poderes presidenciales, el cual se consideró un símbolo del autoritarismo civil.

Debates similares se produjeron -y siguen produciéndose- en América Latina. Durante el siglo XIX, la concepción centralizadora y personalista del poder tomó forma en los regímenes de excepción que el brillante autor Brian Loveman denominó "la Constitución de la tiranía". Curiosamente, los regímenes de excepción, de una modalidad u otra, han resurgido con fuerza en nuestra región, desde los poderes habilitantes que le permitieron a Hugo Chávez en Venezuela gobernar la mayor parte del tiempo sin restricción congresual alguna, lo cual ha continuado sin menos cortapisas el gobierno de Nicolás Maduro, pasando por el gobierno de Nayib Bukele en El Salvador que ha eliminado la noción misma de debido proceso como pieza central de todo ordenamiento jurídico en el que se reconozcan los derechos de las personas, hasta el régimen Ortega-Murillo en Nicaragua que se ha constituido en una grotesca tiranía constitucional. Además de estos casos, hay otros más en América Latina, aunque tal vez de menor intensidad o alcance, pues esa es la vía que se está adoptando para abordar problemas acuciantes, como la inseguridad pública (caso Ecuador) o la crisis económica (caso Argentina), entre otros.

Como explicación de esas realidades político-constitucionales siempre se ha dicho que América Latina adoptó el régimen presidencial que se diseñó en Estados Unidos, pero que redimensionó los poderes presidenciales, al tiempo que ignoró la otra parte crucial del sistema de gobierno estadounidense, esto es, los mecanismos de frenos y contrapesos (los llamados checks and balances) que atemperan y modulan las potestades puestas en manos del primer ejecutivo de la nación. Se ha dicho que el hiperpresidencialismo de los países latinoamericanos ha sido posible porque los diseños constitucionales no han contado con instituciones congresuales y judiciales fuertes, a diferencia de Estados Unidos cuyo sistema constitucional no ha permitido la entronización de caudillos políticos al estilo latinoamericano.

Irónicamente, en la actualidad se está produciendo una especie de latinoamericanización del sistema constitucional de Estados Unidos. Dos realidades apuntan en esa dirección. La primera es que el presidente Donald Trump ha recurrido a ciertas legislaciones, algunas adoptadas al principio de la República, para ejercer poderes excepcionales en el combate a la inmigración ilegal o al déficit comercial, lo que ha dado base para adoptar medidas que socavan el debido proceso en la persecución de los inmigrantes documentados, así como medidas unilaterales en materia arancelaria al margen de los acuerdos bilaterales y multilaterales de comercio de los que Estados Unidos es parte.

La segunda realidad que pone de manifiesto esta latinoamericanización de la política estadounidense es que la Administración Trump ha invocado una doctrina constitucional según la cual el presidente es el solo intérprete y ejecutor de sus potestades constitucionales como si fuese un compartimento separado del resto de la estructura del gobierno. Esto se ha puesto de manifiesto, por ejemplo, en el argumento de los abogados de la Administración de que el presidente tiene plena discreción para ejecutar o no las apropiaciones presupuestarias que haga el Poder Legislativo, así como para eliminar, como en efecto ha hecho, la independencia de las agencias reguladoras, entre otras medidas y políticas que apuntalan sus poderes discrecionales.

Desde este posicionamiento, la Administración Trump ha desplegado un gran esfuerzo, tanto político como doctrinario, con miras a redefinir el papel y las potestades del presidente de Estados Unidos con respecto a los demás poderes del Estado. Cada día hay batallas legales en los tribunales en los que se pone a prueba la doctrina de los poderes presidenciales discrecionales e ilimitados en un ambiente judicial altamente politizado (liberales vs conservadores) y una Suprema Corte mayoritariamente conservadora dispuesta a ser deferente, lo más que pueda, a los pedidos del Poder Ejecutivo.

Resulta sorprendente que sea un gobierno republicano el que procure ensanchar los poderes presidenciales, pues una de las críticas históricas del conservadurismo al liberalismo en Estados Unidos ha sido que este último ha propugnado por un Ejecutivo fuerte con capacidad para efectuar cambios sociales en detrimento de las instituciones estatales y locales, así como de los propios mecanismos de contrapesos del sistema federal. Si bien los republicanos siempre han abogado por amplios poderes presidenciales en materia de seguridad y defensa, ellos también han resistido a los presidentes demócratas que han invocado amplios poderes para efectuar cambios, como hicieron especialmente contra Franklin D. Roosevelt, así como contra otros presidentes del Partido Demócrata en tiempos más recientes.

La lección aquí podría resumirse en la frase "ten cuidado con lo que quieres porque lo puedes conseguir". Si el presidente Trump y su equipo de abogados logran hacer valer su doctrina constitucional, la cual procura un Ejecutivo redimensionado en cuanto a la ampliación de sus poderes y una reducción sustancial de los pesos y contrapesos, deben también entender que, tarde o temprano, volverá al poder un presidente demócrata que encontrará a su disposición potestades con los cuales no contaba antes. Será en ese momento que los republicanos -hoy calladitos en las cámaras legislativas- se verán obligados a desempolvar a James Madison para proclamar, como ya hicieron tantas veces, que el presidente no es un monarca, sino que es parte de un sistema institucional en el que sus poderes no son absolutos y que, por tanto, está sometidos a los frenos y contrapesos que concibieron los genios constituyentes que, en el período 1787-1789, diseñaron y pusieron en práctica la Constitución de Estados Unidos.

TEMAS -

Abogado y profesor de Derecho Constitucional de la PUCMM. Es egresado de la Escuela de Derecho de esta universidad, con una maestría de la Universidad de Essex, Inglaterra, y un doctorado de la Universidad de Virginia, Estados Unidos. Socio gerente FDE Legal.