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Egoístamente yo

Un manifiesto sobre la autenticidad

No es prudente usar este espacio para escribir en primera persona. Pido excusas al diario y a los pocos que me leen, pero en ocasiones me provoca ceder a las sugestiones de la inspiración. Esta es una de ellas. La dejaré correr a mi manera.

Lo hago como resabio de un egoísmo emocional.  De modo que quien no se sienta con ganas de leer, que pase la página, pero tal decisión tampoco me persuade a dejar de hacerlo.

Escribir no siempre es una faena ligera, sobre todo para quien no tiene esa unción, así que la libertad que me arrogo la valoro como retribución a tal "esfuerzo".  Escribo por desnudez y no por vanidad: un apremio interior a veces invencible que solo procura, como pago, la libertad de fluir.

Quiero decir que cuento con pocos amigos. En un tiempo fui indulgente con esa condición, pero aprendí a depurar.  Las pruebas de la vida han sido delgados tamices y en sus redecillas muchos quedaron atrapados. Sin embargo, dispongo de toda una vida para los que pasaron; esos que hoy no llegan a cinco, pero que hacen ruido con el silencio de sus lealtades.  No me apena tener menos; me regocija contar con verdaderos.

No pretendo admiraciones. Aspiro a comprensiones y, si no es posible, a una menuda tolerancia, la suficiente para confrontar civilizadamente las ideas, lo que quizás es mucho pedirle a una sociedad atrincherada en prejuicios y estereotipos.

Me debo a convicciones antes que al agrado de los demás y no me anima parecerme a nadie, aunque siempre me inspira el testimonio ajeno. Acepto las simpatías como cumplidos urbanos, una manera a veces eufemística de darle fachada a la hipocresía; prefiero la franqueza a las buenas maneras: la cara frontal a las miradas esquivas.  

Me aterran los reconocimientos. Vivo la fortuna de no merecerlos y la decisión de no recibirlos. Son corbatines de gala para el ego. En cambio, me llena la cercana admiración de los que me aman, esos que saben la dura carrera que he andado y que atesorarán la memoria de mi vida, cuando la muerte me convierta en vapor y olvido.

Ya no fuerzo la risa para un mal chiste ni gasto tiempo en atenciones ociosas. Evito las discusiones con prisioneros del fanatismo. No respondo a las provocaciones insidiosas ni me inmutan los ataques amargados. Pienso que los años hacen cara la existencia y la que me queda es más corta que la que he vivido. Me irrita el bullicio, el histerismo y la vocinglería; busco la paz en la quietud y la armonía en el silencio.

Prefiero a la gente simple, que practica la rara virtud del desapego, esa sensibilidad que separa la vida de los bienes y evita enajenarnos en la confusión. Es virtuoso alcanzarlo, pero supone transacciones trascendentes con uno mismo.

Me repulsa el éxito plástico: sus perfumes, marcas y frivolidades. Y no es que los esfuerzos individuales no merezcan retribuciones; el problema nace cuando la cultura le da categoría de símbolo a esa ambición. Hoy celebramos el éxito como ideología social. Una meta tan obsesa que la propia sociedad ha consentido en los medios para lograrla, haciendo iguales al docto que al improvisado y al rico que al que tiene dinero.

Vivimos la primacía del individualismo y su libertad sin referencia solidaria. El mercado, como religión, impone así su culto. Regresamos al imperio de los sentidos y a la búsqueda del placer como fin de vida.

Creo en Dios. Entiendo que no hay comprensión racional de la existencia ni propósito que la ordene sin la idea de un creador universal y absoluto. Creo, y no lo hago por temor, incertidumbre o vacío. Creo, porque su razón me llena, complace y afirma. Sin embargo, no soy religioso: pienso que la religión es el esfuerzo humano por alcanzar a Dios; la fe es el plan de Dios por redimir al hombre. La religión es una institución humana con vicios e indulgencias; la fe es una virtud divina para acercar al hombre a sus propósitos eternos. A través de la fe reconocemos nuestras culpas; con la religión pretendemos justificarlas. La religión es un sistema de creencias, ritos y preceptos; la fe nos reconoce como sujetos de valores espirituales. La religión es institución y gobierno; la fe es relación personal y testimonial. La religión impone dogmas; la fe desarrolla conciencia. La religión es apariencia; la fe es esencia.

Creo que, si alguna memoria dejamos de lo que fuimos, nunca será lo que supimos o tuvimos sino lo que hicimos en la existencia de los demás. Eso será un argumento de poder frente a la muerte. Al final, habremos justificado la gracia de haber vivido.

TEMAS -

Abogado, ensayista, académico, editor.