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La izquierda lo debilitó. La derecha lo destruyó

Izquierda vs. derecha: cómo ambas destruyeron la democracia

(Segunda entrega sobre el colapso político compartido entre izquierda y derecha)

Donde unos impusieron certezas sin diálogo, otros respondieron con furia y sin responsabilidad. El resultado: una política sin alma y una democracia sin dirección.

En tiempos de polarización, es cómodo —y hasta rentable— acusar a "los otros" de todos los males. La izquierda acusa a la derecha de autoritarismo y exclusión; la derecha acusa a la izquierda de ideologización y censura moral. Ya lo hemos reflexionado en mi artículo anterior: los excesos identitarios de una izquierda desconectada del bien común fueron aprovechados por una derecha que dejó de pensar y optó por la furia. Pero lo esencial no está en quién tiene la culpa, sino en cómo ambas han sido coautoras de una decadencia política, ética y cultural que amenaza el pacto civilizatorio.

No estamos ante una simple lucha ideológica. Estamos frente a una erosión profunda del espacio compartido —ese terreno que alguna vez llamamos "bien común"—, hoy sepultado bajo trincheras morales, agravios identitarios y estrategias de poder sin horizonte.

Durante décadas, amplios sectores de la izquierda abandonaron la idea de comunidad para refugiarse en la fragmentación identitaria. La política dejó de ser el espacio del encuentro y pasó a ser el terreno de la redención moral. En lugar de construir consensos, se impusieron relatos únicos; en lugar de comprender la complejidad social, se dictaron categorías rígidas de opresores y oprimidos, reduciendo la riqueza humana a etiquetas estériles.

La cultura del agravio, el revisionismo sin contexto y la corrección política como forma de censura han debilitado el pluralismo. No se trató solo de luchar por causas justas, sino de hacerlo con un tono que excluye y señala. De ahí que muchos sectores sociales —que podrían haber sido aliados— se sintieran desplazados, incomprendidos o humillados.

Así, la izquierda debilitó la conversación democrática, el respeto a la diferencia y el sentido compartido de nación.

La derecha lo destruyó

En lugar de ofrecer una corrección responsable y serena a ese extravío, amplios sectores de la derecha optaron por capitalizar el descontento. No para restaurar el equilibrio, sino para conquistar el poder a través de la furia.

Lo que alguna vez fue una derecha que pensaba, se ha convertido en una derecha que grita.

Y cuando la derecha grita, no conserva: destruye.

Lo vimos en el fenómeno Trump, quizás el emblema más visible de este giro. Bajo la promesa de "Make America Great Again", no se ofreció una visión conservadora en el sentido clásico, sino una mezcla de nacionalismo económico, desprecio por las instituciones, culto al líder y guerra cultural constante. George Will —uno de los últimos conservadores intelectuales del Partido Republicano— lo expresó con contundencia: Trump no es un conservador, es un "populista reaccionario" que ha corrompido el alma de la derecha norteamericana.

El hilo se rompió cuando la derecha dejó de confiar en sus ideas y empezó a confiar en su rabia.

Anne Applebaum lo ha documentado con lucidez en Twilight of Democracy: muchos intelectuales que alguna vez defendieron el conservadurismo liberal han cruzado la línea hacia posturas autoritarias. El motivo no siempre es ideológico; muchas veces es el oportunismo, el miedo al cambio o el resentimiento ante la pérdida de centralidad cultural.

También en América Latina, la derecha ha renunciado a sus fundamentos institucionales para abrazar un pragmatismo de poder que desprecia los límites y la legalidad. En vez de defender el Estado de Derecho, ha promovido personalismos autoritarios, militarización de la política y guerras culturales diseñadas para dividir. Lo que antes era una fuerza que ofrecía continuidad, hoy se disfraza de ruptura.

Hoy, la política está dominada por dos fuerzas que han renunciado a pensar: una izquierda que moraliza sin construir, y una derecha que explota el descontento sin ofrecer salida. Ambas han abandonado la virtud pública: el deber de proteger lo que nos une, aunque pensemos distinto.

En lugar del bien común, tenemos causas enfrentadas.

En lugar de institucionalidad, mucha reacción.

En lugar de liderazgo, algoritmos de indignación.

Todo se reduce a un juego de suma cero: ganar es anular al otro.

Y el resultado es este: una sociedad sin equilibrio, sin confianza, sin horizonte.

¿Hay salida?

Sí, pero no vendrá de quienes necesitan el conflicto para justificar su existencia. Vendrá de quienes aún conservan la lucidez para distinguir entre diferencia y enemistad, entre crítica y demolición, entre convicción y fanatismo.

No se trata de regresar al pasado, ni de quedarse en la mitad del camino. Se trata de reconstruir una cultura política con sentido común compartido, capaz de sostener el desacuerdo sin destruir la convivencia. Esa que entiende que no hay democracia posible sin instituciones respetadas, sin respeto al otro, "como un legítimo otro" (Maturana), sin límites que protejan lo humano frente a lo utilitario.

Los excesos de la izquierda identitaria y el oportunismo de la derecha populista no solo han degradado el debate: han empobrecido la imaginación política de nuestras sociedades. Han convencido a millones de que solo se puede elegir entre ser víctima o verdugo, entre someterse a una narrativa única o atrincherarse en una reacción visceral.

La política se ha vaciado de virtud porque se ha vaciado de propósito.

Se ha vaciado de contenido, porque se ha nutrido de trending topics.

Se ha vaciado de crítica, porque se ha llenado de insultos.

Y cuando eso ocurre, los aparatos siguen funcionando, pero la confianza se evapora, el lenguaje se envenena y el poder se convierte en ruido.

Lo que necesitamos no es una tercera vía electoral.

Lo que necesitamos es una reeducación del alma democrática, un retorno al principio olvidado de que vivir juntos implica armonizar libertades y asumir responsabilidades compartidas, no imponer verdades únicas.

Que la libertad no es hacer lo que quiero, sino crear condiciones para que otros también puedan querer y construir.

En otras palabras: no es la ideología lo que se ha extraviado.

Es el espíritu republicano. Es la virtud política.

Y con ella, la capacidad de pensar con profundidad, actuar con mesura y hablar con respeto.

Cuando la derecha deja de pensar, la civilización pierde uno de sus pilares.

Y cuando la izquierda impone sin escuchar, el lenguaje común se disuelve.

Lo que queda no es política: es resentimiento.

Y con el resentimiento, no se construye futuro.

Solo ruido. Solo ruinas.

TEMAS -

Nelson Espinal Báez Associate MIT - Harvard Public Disputes Program at Harvard Law School. Presidente Cambridge International Consulting.