La urbe
De paraíso residencial a jungla de cemento, la metamorfosis de Naco

En estos días se me presentó la necesidad de visitar a diario, varias veces al día, el parque Arboleda, situado en el sector Naco de Santo Domingo, frente a la clínica Corazones Unidos. Al hacerlo, descubrí con alborozo que se ha convertido en un lugar muy demandado por el vecindario y visitantes.
Desde tempranas horas de la mañana hasta entrada la noche es utilizado para la realización de ejercicio físico (caminata, gimnasia, boxeo...), esparcimiento, descanso, sitio de juego de niños y mascotas. El entorno luce limpio, bien cuidado, favorable a la contemplación de los hermosos árboles que posee. Por las noches, bien iluminado, da la sensación de que es parte de una gran urbe.
Lástima que sea un espacio relativamente reducido. Aun así, cumple una importante función social, ejerce de pequeño pulmón, eleva el ánimo y diluye las penas que provienen de las preocupaciones que se generan en el entorno próximo de la clínica.
Caminar por su calzada interna me trajo recuerdos gratos. En efecto, en 1962 mi familia se instaló en Santo Domingo, en la avenida Lope de Vega. Era la frontera que dividía el pujante barrio de Naco con el incipiente Piantini. Abundaban los solares yermos. Y todavía existía la pista de lo que fue el aeropuerto de Santo Domingo, llamado General Andrews.
En esos lares conocí a mis primeros amigos capitaleños. Me deslumbraron con sus historias urbanas, alejadas del entorno semirrural de la villa de Moca donde viví. Allí también practiqué el voleibol y el basquetbol en una cancha de piso de asfalto situada al frente de la farmacia Bellavista propiedad de la familia Hazoury. Y conocí e hice amistad con quienes habitaban el hogar vecino a la cancha, la familia del pintor escultor de origen español, Antonio Prats Ventós.
Naco se desarrolló dentro de la perspectiva de un sector de altos y medianos ingresos, algo así como el nuevo Gazcue: casas suntuosas, espacios amplios, jardines frontales, lugar paradisíaco. Era el sueño de un país que acababa de dejar atrás la tiranía y se encaminaba en busca de senderos de progreso dentro del sistema democrático.
El tiempo fue pasando, los decenios cayendo, la ciudad cambiando, la población aumentando, hasta llegar hoy en día.
El ansia por alcanzar la mayor rentabilidad posible en los proyectos residenciales exigía eliminar espacio sobrante (todo lo que no está construido con varillas y cemento se considera superfluo). Las aceras se redujeron. La distancia entre el edificio y la calle se hizo pequeña. Se hipotecaron las arterias para que sirvieran de parqueo a vehículos que no encuentran cupo en el subsuelo de los rascacielos.
Y aquella hermosa urbanización de casas de uno o dos niveles, pasó a convertirse en un conglomerado de apartamentos cada vez más altos en consonancia con el costo del terreno.
Ahora coexisten edificios impresionantes, interesantes diseños, orgullo de arquitectos e ingenieros de primera línea, pero la gente no encuentra cómo transitar a pie por las angostas aceras, ni como contrarrestar la acumulación de vehículos debido a la elevada densidad del perímetro. Tapones. Ruido. Contaminación. Carencia de espacios verdes.
Y ahí viene la nostalgia: ¡Qué encantadora y agradable era la vida en aquel Naco y Piantini de entonces! ¿Acaso el progreso significa achicar el espacio y embotellar la vida en un círculo perenne de tapones y ruido? ¿Es la regulación urbana rehén de intereses privados o sirve a la comunidad?
Se ha creado una ciudad para presumir de modernidad. Y al mismo tiempo perdido el encanto de las áreas verdes, aceras anchas. El fluir ligero de la vida se ha espesado con coagulación cansina. Ha sobrado ambición y faltado planificación y regulaciones que operen en beneficio de la comunidad.
Queda el consuelo de saber que todavía puede frenarse el tamaño del daño, siempre y cuando la planificación urbana se ejecute teniendo en cuenta más al ciudadano, al ser humano, que al beneficio del negocio inmobiliario.
La ciudad debe ser un hábitat agradable, dotada de espacios verdes, movilidad, prestación eficiente de servicios, ruidos mitigados.
Bien por los parques pequeños y funcionales como La Arboleda o como el hermoso malecón renovado, ambos llevados de la mano por Carolina Mejía, eficiente alcaldesa. Pero está pendiente ajustar las normas a un concepto de ciudad menos densa, con más espacio público, incluyendo aceras, y hacerlas cumplir a rajatabla.
En el fondo, hacer patria es trabajar día a día en los detalles nimios que hacen posible que la vida en comunidad llegue a ser integradora y de satisfacción mutua.