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¿Odiamos a los haitianos?

Haití y República Dominicana, una vecindad incómoda con 200 años de desencuentros históricos

El odio es un sentimiento oscuro.  Supone una antipatía que casi siempre acompaña un deseo nocivo en contra de alguien.  Cuando se sustenta en el color, el origen o la nacionalidad de un colectivo, se habla entonces de odio racial.

En Occidente emerge una creciente cultura xenófoba, como réplica, en parte, a la globalidad, esa cosmovisión de corte "progresista" modelada en el primer mundo y que pretende someter a las naciones menos desarrolladas a su dominio cultural y de mercado.

Las doctrinas conservadoras y ultraconservadoras de distintas latitudes han reaccionado en contra del globalismo y lo hacen con valores/instituciones tradicionales y la defensa de la nacionalidad, pero también tratando a los movimientos migratorios del tercer mundo como amenaza a la identidad de sus naciones.   

La República Dominicana tiene una situación con su vecino Haití que no puede ser filtrada por esos procesos.  Así, la actitud en contra de la inmigración y cultura haitianas responde a otra razón que escapa a la dinámica ideológica global.  En otros términos: si los dominicanos rechazan a los haitianos, lo hacen por motivos históricos propios.

Lo primero es comprender que tuvimos una invasión haitiana (1822-1844) de la que no asimilamos nada relevante.  Su corta duración y una identidad extraña a nuestros orígenes, costumbres y tradiciones convirtió en fallida cualquier razón integradora.  

Se trató de una ocupación más que de una dominación, sin mayores traducciones que el control político y militar. Los haitianos no dejaron vestigios ni construcciones sociales/institucionales en la vida de los criollos de esta parte de la isla. Había pocos entendimientos culturales y una actitud hostil por el desencuentro identitario que supuso.

Es Rafael Leónidas Trujillo quien explota ideológicamente el prejuicio antihaitiano. Lo hace para legitimar su fatuo nacionalismo y afirmar de paso el fenotipo europeo/caucásico en nuestra composición racial. 

Esa intención nunca fue disimulada y se reveló desde los primeros años de su dictadura: primero, con la "masacre del perejil" de 1937 en Dajabón, conocida por los haitianos como el Kout Kout-a ("el apuñalamiento"), una "limpieza étnica" con la que el dictador procuraba "dominicanizar" la frontera y en la que fueron ejecutados, dependiendo de la fuente, entre 5000 y 20,000 haitianos; segundo, con la apertura a las inmigraciones españolas entre 1939 y 1940, recibidas con el propósito de blanquear la raza y lavar la imagen internacional del país manchada por la aludida matanza; y tercero, con los asentamientos judíos en Sosúa, Puerto Plata, desde el 1940 y durante la Segunda Guerra Mundial.

La manipulación política del prejuicio antihaitiano la heredó y continuó Joaquín Balaguer, quien armó la narrativa de la fusión de la isla. El antihaitianismo paranoico se convirtió en un pretexto para atraer votos o descartar la opción que en ese tramo histórico encarnaba José Francisco Peña Gómez por su origen haitiano.

Cuando el país entra a un ciclo de estabilidad política y democrática (1996), el antihaitinismo, como pancarta política, pierde ímpetu. Otros apremios ocuparon la atención de los dominicanos.  La inmigración irregular haitiana era un hecho cotidiano que no suscitaba mayores tensiones.  Esa indiferencia fue aprovechada por un comercio clandestino de migrantes que en el silencio fue creciendo en número.

Con la crisis de gobernabilidad de Haití que arrancó en el 2004 con el derrocamiento del gobierno de Jean-Bertrand Aristide la cuestión haitiana empieza a inquietar en la República Dominicana, haciendo metástasis con el magnicidio del presidente Jovenel Moïse, ocurrido el 7 de julio de 2021. Desde entonces el vecino país ha sido un caos bajo el control de bandas armadas, mientras la República Dominicana sufre una oleada de inmigrantes que se suma a una población haitiana ya instalada. Esa realidad se convierte hoy en uno de los retos más apremiantes.

Pero ¿odiamos los dominicanos a los haitianos? En distintos foros internacionales nos acusan de esclavistas, violadores de derechos humanos y promotores de una política de odio racial.  En esas imputaciones se mezclan prejuicios, medias verdades y propaganda. Es cierto que no tenemos condiciones laborales óptimas, propias de un sistema que debe mejorar, pero de ahí a tipificar como esclavistas las relaciones de trabajo es avieso. La mano de obra haitiana, vital para la sostenibilidad productiva del país, no recibe un trato distinto en derechos del que alcanza a los trabajadores dominicanos.

Sin embargo, se impone reconocer las violaciones a los derechos humanos en las repatriaciones masivas no solo en las condiciones de apresamiento, procesamiento y traslado, sino en el irrespeto a las garantías previstas por los tratados internacionales. Esos mismos derechos que reclaman los dominicanos cuando son deportados de los territorios donde llegan o residen irregularmente. Urge revisar los protocolos de esos operativos porque se trata de vidas humanas, más cuando es un hecho inequívoco que detrás de esa política opera un comercio controlado por mafias.

Pero donde domina una lectura nocivamente prejuiciosa es en el presunto odio racial de los dominicanos en contra de los haitianos. Es cierto, hay viejos prejuicios de ambos lados de la isla. Prevalecen además estereotipos de descrédito en las relaciones de los pueblos.  Del lado dominicano existe una infravaloración más social que racial, de manera que si el haitiano promedio fuera de altos ingresos, buena educación y de mejores condiciones de vida, los prejuicios no fueran los mismos. ¿Es eso odio racial? No; se trata de discriminación basada en la condición social antes que en el color de la piel, esa que padecen millones de dominicanos, también de color, excluidos de las provisiones y oportunidades del sistema.

Pero tampoco tal imputación es consistente con una perspectiva antropológica: somos resultado de la mezcla racial/cultural del africano y el europeo; una identidad fundada étnicamente sobre el mestizaje y el sincretismo.  

En los anales de la violencia y criminalidad dominicanas, fuera de los referidos casos, no se registran actos de odio racial ni hemos necesitado políticas o leyes apartheid para segregar la convivencia de un mismo conglomerado social.

No conocemos los tiroteos masivos por ofuscaciones ideológicas, ni el terrorismo místico/religioso, ni movimientos pro- o antirraciales, ni políticas de Estado basadas en el repudio étnico. Convivimos pacíficamente con la comunidad haitiana y una resistencia fuerte a la mezcla cultural tanto por la superioridad económica dominicana como por las barreras de la historia, del idioma, de las costumbres y de la marginación del inmigrante.  

Los dominicanos no odiamos al extranjero; todo lo contrario, padecemos de una xenofilia cultural, esa tendencia que nos hace asumir lo foráneo como mejor que lo autóctono. Tal atracción, aunque perniciosa, tiene un lado bueno: nos ha hecho naturalmente hospitalarios con el visitante, condición reconocida en el mundo y que ha ayudado a aportar el elemento humano en su exitosa industria turística. Recuerdo así a un viejo amigo, el sacerdote jesuita José Luis Alemán, "el tocayo", quien elogiaba el "olvido emocional" del dominicano: "Este pueblo no le roba tiempo a la juerga en odios; prefiere olvidar, para vivir".

TEMAS -

Abogado, ensayista, académico, editor.