La difamación: el arma de la mediocridad
En su mayoría, se trata de gente sin capacidad para estructurar un planteamiento conceptual básico, mucho menos original, pero con cierta "gracia" para incitar la emotividad de sus seguidores.

La sociedad dominicana tiene un cerebro masculino: no puede atender más de un asunto al mismo tiempo. Su "razonamiento" es secuencial. En esa lógica, la "opinión pública" lleva tres meses rumiando un único tema: la difamación.
Se recuerda aquella componenda en contra de algunos periodistas a quienes les imputaron recibir dinero de una agencia extranjera, ocupación que solo pudo ser interrumpida por la tragedia del Jet Set.
Con el olvido encima de este último evento, se repone la cartelera de la difamación disfrazada de denuncia social. Ahora la Tora y el Investigador acreditan el reparto estelar de otro estreno. Como respuesta, se activa una cruzada de acciones judiciales en contra de este periodismo verdulero por parte de ciudadanos vejados en su honor.
Nos queda habituarnos a esa rutina. Es que mientras la monetización de las plataformas digitales alucine con sueños metálicos a sus "personalidades" y la explotación de la intimidad constituya una forma para ser "figura pública", la maledicencia seguirá siendo el lenguaje de esa comunicación tóxica.
Parece que la exposición a una demanda judicial por difamación e injuria no disuade a nadie. La posibilidad de la fama aparenta compensar cualquier riesgo en un medio donde la notoriedad es tan apetecida como el dinero. Hay una inconsciencia pasmosa sobre las consecuencias de ese ejercicio abusivo de la expresión.
Pocos Estados han logrado controlar/moderar los contenidos en las plataformas digitales por el temor de aprobar leyes de "censura" o "mordaza".
De ahí que las contadas legislaciones aprobadas en el mundo han sido de "control de daños" (ex post) por vía judicial y no administrativa, ya que si lo hacen de forma preventiva (ex ante), estarían imponiendo una censura previa que colidiría con la libertad de expresión.
Creo, en ese sentido, que el anteproyecto de Ley Orgánica de Libertad de Expresión y Medios Audiovisuales que circula puede verse malogrado porque, si bien constituye un marco de protección a la libertad de expresión, se autoniega en su objetivo al crear una instancia administrativa para imponer sanciones por infracciones con una tipificación difusa, abstracta y genérica, independientemente de otros aspectos que glosaremos en una futura entrega.
Hace algunos días leí un artículo de prensa en el que al autor le inquietaba saber lo que estaba pasando en la sociedad dominicana con esta agresiva arremetida al honor de las personas. Quise escribirle para decirle que tal práctica no es moda ni tendencia; que en su base reside una razón de más peso: tiene que ver con lo que somos como consolidación generacional.
La sociedad es un producto de construcciones culturales, educativas y de convivencia. En la nuestra ha habido una concurrencia de condicionamientos distópicos: mala educación, anomia social, tensiones reprimidas por la desigualdad, una autoridad culturalmente indulgente y un sistema que tampoco retribuye las inversiones de vida que cada individuo hace en él.
Esas precondiciones atizan la conflictividad en todas sus expresiones. La difamación es una afirmación de esa violencia social, cuyo espectro se amplía con el masivo acceso y uso de las plataformas digitales en un clima de franco libertinaje.
Antes, el espacio de circulación de la chismografía eran ocho o diez cuadras urbanas; hoy, los usuarios activos de las principales redes sociales suman algo más de la mitad de la población mundial: 3000 millones en Facebook, 1200 millones en Instagram y 543 millones en X, por citar algunas. Atacar a una persona en su honor, dignidad y reputación es otra manera de matarla.
Pero también subyace otro relato: la banalización de los contenidos. Quienes los producen no están formados ni conocen las sujeciones éticas de la comunicación a la responsabilidad social.
En su mayoría, se trata de gente sin capacidad para estructurar un planteamiento conceptual básico, mucho menos original, pero con cierta "gracia" para incitar la emotividad de sus seguidores. Son repetidores de informaciones envasadas; máquinas de fake news; fabuladores y teatristas de la comunicación emocional.
Sus seguidores son sus pares, movidos por el morbo oscuro de la ignorancia y, en algunos casos, del resentimiento.
La empatía, a ese nivel de carencias, es tan mística que al leer la noticia publicada por un diario digital sobre el desmentido dado por el FBI de que el señor Ángel Martínez fuera un agente o investigador adscrito, corrí a leer los comentarios de los lectores, entre los cuales se destacaba la opinión de algunos que calificaban como "ignorantes" a quienes creían el mentís, ya que la agencia federal "no delata a sus investigadores".
Es ingenuo creer que esa comunicación destructiva se debilite. Es que, cuando no se tienen las dotaciones para debatir en el plano de las construcciones conceptuales, como ocurre con la mayoría de "influenciadores", estos acuden a valoraciones tan subjetivas como prejuiciosas.
Es cierto, en ese campo son celebridades, porque el morbo tiene una seducción instintiva que, para un mercado mediocre, nunca dejará de ser un producto de primera necesidad.
La regulación preventiva de la difamación es muy complicada, porque en algún momento se tocará la libertad de expresión y ese terreno es sagrado; lo que se impone es fortalecer las consecuencias de su comisión (ex post), agravando las penalidades previstas como forma de desalentar la inconducta.
Además, se precisa de un cambio en la actitud cultural frente a la impunidad dominante, llevando a los tribunales, sin reparar en los costos, a quienes asesinan con frialdad el decoro ajeno.