La insoportable convivencia dominicana
El culto al desorden, crónica de un país que normalizó la indisciplina
La alergia es una reacción del sistema inmunitario hacia una sustancia que no es dañina o que es tolerable para la mayoría de las personas. Si transponemos esa condición al plano de la sociopatología, debemos convenir en que la dominicana es una sociedad alérgica a muchas cosas: al orden, al acato, a la disciplina y a una línea imprecisa de etcéteras.
Hemos construido una convivencia disfuncional en la que cada uno procura soluciones individuales a problemas comunes. La "razón colectiva" implicada en la organización básica de toda comunidad pierde así sentido y relevancia.
Vivir en comunidad resulta un reto cada vez más complejo. La rutina no nos desmiente: bocinas ruidosas que les roban el descanso a los vecinos; accesos/entradas bloqueadas por aparcamientos imprudentes; zonas residenciales asaltadas por negocios de diversión; consentimientos de la autoridad municipal de espaldas a las normas de uso de suelo; aceras tomadas por toda suerte de estructuras; un tránsito bárbaro y temerario dominado por los instintos; la consagración de los mototaxis/delíveris como "animales sagrados" en el culto popular al padre de familia.
El paisaje creado por ese desorden social, ya normalizado, forma parte de nuestra identidad urbana/cultural. De esta manera creemos que, como dominicanos, gente espontánea y alegre, nos luce toda informalidad, y que las licencias que nos damos compensan de alguna manera nuestras históricas penurias.
Hace unos meses, en ruta de Puerto Plata hacia Cabarete, me detuve en La Unión, localidad donde opera el aeropuerto internacional del mismo nombre. Me aparqué frente a un complejo de edificios multifamiliares que hace más de dos décadas construyó el Gobierno. En la medida en que avanzaba, se ahondaba mi asombro; y es que nunca imaginé que un paisaje como el que fotografié pudiera relatar tan crudamente esa cultura de convivencia.
Sus residentes embardunaron de diversos colores los balcones, les añadieron marquesinas y verjas a los apartamentos del primer nivel, resguardaron con herrería de distintos diseños las ventanas, levantaron anexidades para explotarlas como colmados o bancas de apuestas sin miramiento de los demás, quienes probablemente no se enteraron o no les importó. Aquello era una pintura de Dalí, Magritte, Miró o Ernst. Es como si cada residente creyera ocupar un espacio aislado y ajeno a la vida del conjunto. Lo que menos sugería ese pandemonio era la idea de comunidad; parecía más bien un conglomerado superpuesto de refugiados, en franco mentís al nombre del sector: La Unión. Prefiguré en ese espectáculo a la sociedad dominicana. Un retrato abstracto de lo que somos.
Así vivimos, felices y sumisos, cada uno solventando a su manera el diario vivir, como si no nos debiéramos a un régimen de deberes basado en el respeto. Eso sí, defendemos con garras el derecho a esa distópica individualidad, la que se ejerce en total libertinaje, extraña a todo, sin sujeción a un orden de convivencia civilizada. De esta manera, cuando la autoridad exige el cumplimiento de la ley, desde las trincheras de las redes sociales se descargan las metralletas, imputando a tal pretensión un ejercicio abusivo de poder.
Esa conducta no es espontánea; es un patrón social construido por una historia de ausencias estatales, un sistema educativo decadente, una autoridad sin obediencia y una institucionalidad de forma en la que a todo se le busca "el bajadero". Es que por mucho tiempo nos enseñaron a negociar con el cumplimiento de la ley: empezamos con favores políticos, seguimos con macuteos, luego con sobornos, más tarde con grandes donaciones de campañas. El resultado es la sociedad de hoy: alérgica al orden y negada a cumplir, y para ello apela a las excusas más "nobles": que la ley y los impuestos solo son para los pobres; que los ricos no caen presos; que los políticos roban sin consecuencias. Razones políticamente legítimas, pero que no nos dispensan de nuestras obligaciones ciudadanas.
Lo anterior explica el por qué los homicidios en la República Dominicana resultan mayoritariamente de la conflictividad social antes que de la delincuencia. Así, tales muertes derivan, en una relación de 6 por cada 10, de actos de agresión doméstica y conflictos de convivencia, una violencia más compleja que la que impone la delincuencia porque responde a patrones disfuncionales de vida colectiva.
Cuando la ministra de Interior y Policía, Faride Raful, inició su jornada de control de los ruidos y conglomerados públicos, me santigüé sin ser católico. No sé si ella era consciente de lo que emprendía. Estaba retando el "derecho" al "desorden lúdico" de nuestros barrios, una indulgencia que tiene talla de libertad fundamental, porque en este país ser pobre es una condición suprema para dispensar cualquier cumplimiento. Sospeché que el linchamiento moral de la funcionaria no demoraría, tal como ocurrió, y aun creo que la crítica en su contra no fue tan despiadada, dada la forma excesiva que en algunos casos se ejecutaron los operativos.
En nuestra cultura, el desorden es propio de los comportamientos festivos. Y es que los "canes", el "teteo" y los "coros" de calle son para algunos lo que fue el pan para los franceses del siglo XVIII, cuya escasez motivó en parte su gran revolución (1789-1799). No quiero imaginar lo que pasaría si a ciertos dominicanos les coartaran esa forma abusiva de alegrar el espíritu. Como diría el exmagistrado José Alberto Cruceta, sería "atentar contra el derecho a la alegría" y esa amenaza, en estos lados, "tumba gobiernos".
Aquello era una pintura de Dalí, Magritte, Miró o Ernst. Es como si cada residente creyera ocupar un espacio aislado y ajeno a la vida del conjunto.
Lo que menos sugería ese pandemonio era la idea de comunidad; parecía más bien un conglomerado superpuesto de refugiados, en franco mentís al nombre del sector: La Unión. Prefiguré en ese espectáculo a la sociedad dominicana. Un retrato abstracto de lo que somos.