Las caras de la tragedia
Nos tomará tiempo reponernos de este duro golpe. Pero es lo que toca

Hace una semana, el rugido de la tragedia se hizo sentir con una potencia de dimensiones épicas en nuestro país. Su estruendo oscureció las estrellas que vigilaban la madrugada del pasado martes, que despuntaba como un martes cualquiera de abril. De ese mismo abril tantas veces cantado y celebrado por poetas y trovadores.
Pero la cara de la tragedia asomó, y fueron silenciadas la voz, la música y las vidas de una buena parte de quienes unos segundos antes disfrutaban de una noche de fiesta y plenitud, en la misma discoteca de cada lunes, dicen que desde hace cincuenta y dos años.
El azar, a la vez bienhechor y tenebroso, dobló las apuestas del horror.
Llevó al Jet Set a muchos de sus habituales de siempre, puso trampas sutiles a otros que hicieron lo indecible para asistir y no pudieron, despertó la curiosidad de muchos extranjeros atraídos por el encanto de un lunes de fiesta tradicional, encandiló a primerizos que nunca hubieran asistido, a no ser por la indeclinable invitación de un amigo o un familiar querido, y solo para la celebración de alguna ocasión especial.
Son tantas las caras que puede tener el azar. El martes ocho no fue la excepción: salvó y sepultó sin designio ni discrimen.
Mientras me siento a revisar la prensa para actualizar los datos sobre la magnitud de la tragedia, leo que la ministra de Interior y Policía, la buena amiga Faride Raful, informa que ya alcanza a 231 la cifra de fallecidos.
Demasiadas vidas rotas, demasiado el sufrimiento de los huérfanos, de la viudedad, de los amigos separados para siempre, del silencio reseco de tantas voces que no se volverán a escuchar por el resto de la eternidad, de tantos sueños truncados, de tanta esperanza que se bailaba al amor de la música y del canto de esa que fuera, con mayúsculas, "la voz más alta del merengue".
Casi doscientos heridos, reiteran los medios, algunos aún en estado de gravedad, que vivirán con la marca indeleble del trauma, de la secuela física y, en muchos casos, con el desasosiego irredimible de haber sobrevivido a sus esposas, a sus padres o a sus hijos, con quienes un instante antes de la catástrofe, celebraban la comunión y la vida.
Esa es la magnitud de la tragedia que ha estremecido la conciencia nacional.
El martes ocho de abril parece haber salido de una canción de esa última etapa de introspección reflexiva de Silvio Rodríguez, que empieza con una declaración de impotencia: "Quiero cantarte un beso/ mas todo se confunde/ entre un millón de huesos/ y derrumbes/ así que el beso huye/ con ojos de reproche/ mientras la sangre fluye por las noches".
Pero en mitad de la pesadilla, del llanto, de la sangre, de la angustia de los vivos por tantos muertos de todos, de la impotente agonía de los sepultados entre la oscuridad de los escombros, asomó también su cara la solidaridad.
Se hizo presente. La misma solidaridad espontánea de siempre, a cuyos dolorosos oídos parecía que alguien recitaba ese verso de Hölderlin: "en medio del peligro, crece también lo que salva".
Y todos fuimos testigos de las filas de miles de voluntarias y voluntarios que se presentaron para donar la sangre que necesitaban los heridos, de los que llevaron de comer, durante todo ese extenuante proceso, a las brigadas de rescate, de los que dieron consuelo a amigos y desconocidos en el centro mismo del horror.
Escuchando El Matutino Alternativo, que durante casi treinta y cinco años dirige la doctora Carmen Imbert Brugal, me enteré de las declaraciones del doctor Pedro Sing Ureña, director del Hemocentro Nacional, que indicaban que el operativo para el que estaban preparándose las autoridades era el de la Semana Santa.
Pero la asistencia de voluntarios se multiplicó a consecuencia de la tragedia.
Y esa solidaridad con el llanto y con el corazón enlutado, no solo se hizo presente entre nosotros. Sirvió también para que de fuera nos recordaran la verdadera dimensión de un artista como Rubby Pérez, con cuya voz y cuya música crecieron generaciones en esta media isla.
Leer las manifestaciones de admirada tristeza que llegaban desde Ecuador, Venezuela, Colombia, Costa Rica o Panamá, por la partida de la que, para cientos de miles de personas en esos países, fuera una de las figuras icónicas de la música popular latinoamericana durante décadas.
Antes de sentarme a escribir estas líneas conversé con mi prima Iris Joselyn Pujols Rodríguez, embajadora de nuestro país en Alemania.
Me contó, con la voz entrecortada, que a su despacho, en Berlín, no cesan de llegar los mensajes de condolencias de embajadas de todos los continentes, como si quisieran transmitir un abrazo fraternalmente planetario a un pueblo sumido en una tragedia tan inmensa como sorpresiva.
Entonces volví a escuchar esa canción de Silvio, que luego de tanto horror ante el desamparo y la indiferencia, termina con un breve himno a la esperanza: "Creí que nadie estaba / que nada respondía/ pero el amor velaba/ todavía./ Y el viejo centinela/en medio del desierto/prendió infinitas velas/ por los muertos".
Nos tomará tiempo reponernos de este duro golpe. Pero es lo que toca.
Así como nos toca aprender, de una vez por todas, las lecciones de una tragedia como esta. Porque debemos evitar, a toda costa, que un llanto y un dolor tan descomunales solo nos sirvan para recordarnos nuestro espíritu solidario y nuestra capacidad de resiliencia como colectivo.
Corresponde que se deje sentir la voz impersonal de la Ley en cada una de las actuaciones de las autoridades responsables de investigar las razones de lo sucedido.
Y que se esclarezcan cuantas responsabilidades puedan estar, por acción u omisión, comprometidas en esta tragedia. Solo entonces, encender velas y rezar, será algo más que un ritual simbólico.