¡Adiós, Rubby!
Rubby Pérez, la voz que acarició las nubes y se apagó entre escombros
Cuando el merengue de los ochenta estrenó alas, voló por cielos de Centro y Suramérica. En ese momento una de las voces más altas fue la de Rubby Pérez, con registros tan elevados que arrullaban las nubes.
El hallazgo de este talento por el maestro Wilfrido Vargas prometía abonar otra sensibilidad al ritmo dominicano, y lo logró con los años, cuando Rubby alzó su canto para insuflar aliento romántico a un género bailable.
Su voz, aguda y fuerte, rasgó fibras sentimentales y arrancó, como hojas de otoño, añoranzas dormidas. El merengue de Rubby era suave, melódico y quedo; convocaba a cantar, más que a bailar, aunque en el intento pereciera todo arrojo para escalar las cumbres de sus empinadas notas.
Ya separado de su mentor (don Wilfrido Vargas), Rubby Pérez siguió fiel a su escuela de fusiones rítmicas y produjo arreglos que mezclan aires flamencos con el merengue orquestado. La combinación les dio esa estampa nostálgica a sus interpretaciones.
De esta manera, las heridas del cancionero andaluz sangraron por primera vez notas del merengue dominicano. De la antología de Antonio José Cortés Pantoja (Chiquitete) abrevó interpretaciones como "Volveré", "Buscando tus besos" "Cuando estés con él", entre otras, que trenzaron un nudo sentimental inédito entre las dos culturas musicales.
Hoy, que Rubby no está, es inevitable recordar aquel encuentro en Caracas cuando él cantó con Chiquitete "Volveré", acompañados de la orquesta de Wilfrido Vargas. Nunca se supo quién le dio más vuelo a esa canción, aunque algo no se discute: Rubby le imprimió color, altura y fibras.
Rubby encontró la muerte haciendo lo que le dio vida: cantar. Murió, de súbito, en el ejercicio de una rutina tan suya que, aun bajo los escombros del hormigón, tuvo que hacerla para que los rescatistas supieran que aún latía vida. Claro, nadie tenía su voz, tan única como sus huellas. Pero esta vez su canto no fue tan alto y se fue apagando hasta rendirse en las sombras de la muerte más oscura. Nunca imaginó que iba a morir sin despedida, aplastado por el peso de un techo que se hizo piso en un abrir y cerrar de ojos.
No sabemos qué tiempo duró Rubby tragando polvo y resistiendo dolor debajo de los desechos, como tampoco sospecharemos los pensamientos que en ese trance desfilaron por su mente. Y es que la muerte devela así, tan a su manera, el peso, el volumen y la longitud de la existencia. Nos regresa al valor esencial de las cosas; a la perspectiva perdida; al discernimiento ineludible entre lo trascendente y lo fútil, entre lo perdurable y lo perecedero. Nos rinde, al filo de los límites más remotos, a la verdad final y absoluta. Nos abandona a la suerte de la nada. En su impenetrable oscuridad, se ilumina de verdad toda la existencia y quedan sin velo sus misterios. A cuenta de su soberano designio, arrastra por el suelo todas nuestras grandezas, dejando inconclusas tantas agendas. En un pestañeo invierte el valor propio construido a fuerza de tantas inversiones de vida. Al decir de Ernest Hemingway, "lo único que nos separa de la muerte es el tiempo" y somos tan necios que consumimos toda una vida para entenderlo.
En ese momento Rubby era un número más en una tragedia que lastimó a cientos Así es la muerte: totalitariamente rasante. ¿Cuándo somos tan dignamente igualados? ¿Quién ha podido sobornar su incorruptible poder o desacatar su irrevocable sentencia? ¿En cuál otro momento estamos tan solos sin poder asirnos de nada, ni de la propia vida, para responder a sus inquisiciones? Ante su llegada ¿quién, fuera de la conciencia, puede abogar por nuestras cuentas?
Rubby vivió sus mejores momentos, con una carrera artística consumada, pero eso no era suficiente, buscaba perspectivas más elevadas de existencia. En esa ruta encontró las coordenadas perdidas: halló la fe y la paz con Dios. Hace poco grabó como testamento inconsciente esta canción: "Yo te canto, mi Padre bueno, me diste la voz, también mi talento; por eso, Jesús, a ti yo te quiero".
Acogió la verdad de esta parábola: "La heredad de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba dentro de sí, diciendo: ¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Y dijo: Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes; y diré a mi alma: Alma, muchos bienes tienes guardados para muchos años; repósate, come, bebe, regocíjate. Pero Dios le dijo: Necio, esta noche vienen a pedirte tu alma; y lo que has provisto, ¿de quién será? Así es el que hace para sí tesoro, y no es rico para con Dios" (Lucas 12: 17-21).
¡Adiós, Rubby! Nos dejas tu voz, y es suficiente.