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El rábano por las hojas

Culpar a las víctimas, la peligrosa narrativa presidencial sobre los feminicidios

No dudaré de la preocupación del presidente Abinader por la hemorragia feminicida. Solo que, al plantear posibles soluciones, agarra el rábano por las hojas y anticipa la coartada de esta expresión extrema de la violencia de género.

Se equivoca de plano el presidente. Las mujeres no son víctimas de feminicidio por no denunciar a su agresor. Lo son porque la cultura social, en su expresión sistémica y cotidiana, alimenta al minotauro del poder masculino. Decir que sin denuncia no puede ser protegida por el Estado, es responsabilizar a la víctima de su propia muerte y exonerar al feminicida: si se hubiera querellado, él no la mata. Mentira.

La inconsistencia de la interpretación presidencial es flagrante, pero nadie se la tomará en cuenta; el feminicidio no forma parte del inventario de problemas nacionales.  De ahí que Abinader pueda apelar sin consecuencias a información estadística para concluir que el 80 % de las víctimas no denunció la violencia que terminó con sus vidas. Un subterfugio discursivo que ignora que al 20 % de las muertas no les sirvió de nada solicitar o tener orden de protección. Si fuera genuinamente sensible al problema, sería este último porcentaje el aguijón que lo hiciera repensar las políticas públicas contra la violencia de género.

Pero, además de culpar a las víctimas, Abinader anula el contexto en el que el feminicidio fermenta, que no es otro que la ideología patriarcal que legitima la propiedad del cuerpo femenino por los hombres y por el Estado mediante incontables formas de violencia. A esta supresión contextual subyace la remisión del feminicidio a la individualidad del ejecutor y exonera al Estado y a la sociedad de la reproducción de su precipitante.

Sus declaraciones tienen otras aristas no menos filosas. Entre ellas, el enfoque paternalista que infantiliza a las mujeres víctimas de violencia. La protección deja de ser deber constitucional del Estado (artículos 8 y 42), para convertirse en servicio al que se acude por iniciativa propia: «Por lo tanto, hay lugares donde protegerlas, pero no los tienen que decir». Si la mujer calla, allá ella con su mala suerte.

No hablemos aquí, el espacio obliga, de por qué las mujeres son rehenes de la violencia; del miedo a su incremento que las paraliza. Elementos que Abinader pasa por alto para concluir en la vaguedad de que «quizás le tienen algún temor de decírselo a las autoridades». Ni siquiera se pregunta por qué. Mencionemos, también de pasada, la complicidad estatal con la violencia de género: al igual que los hombres, el Estado se arroga la propiedad de sus cuerpos y de su autonomía al despojarlas, por ejemplo, de sus derechos reproductivos mediante la criminalización absoluta del aborto.

Y es cómplice activo cuando, obedeciendo a otros intereses que los sociales, hace mutis cuando ministerios clave para el cambio de cultura social suspenden una ordenanza sobre transversalidad curricular de la igualdad de género y un programa de orientación sexual, como lo hicieran, respectivamente, Ángel Hernández y Alberto Atallah. 

Lo necesario no son campañas motivadoras de la denuncia, sino políticas que la hagan innecesaria. Pero Abinader y los suyos están a mil años luz de entenderlo.

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Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.