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La arrogancia machista de Pacheco

Su manejo durante el conocimiento del Código Penal y el mensaje a la familia Abinader dio pena

«Madre mía, vete adentro de la casa y ocúpate de tus labores propias, del telar y de la rueca... El relato estará al cuidado de los hombres, y sobre todo del mío. Mío es, pues, el gobierno de la casa».

Es Telémaco quien así habla a Penélope, llegada desde sus aposentos a la sala del palacio donde pide al aedo cambiar su canto sobre las vicisitudes enfrentadas por los griegos al finalizar la guerra de Troya, por otro más alegre. Está escrito por Homero en el primer canto de la Odisea, y lo recrea Mary Beard, académica inglesa especialista en estudios clásicos, en el capítulo La voz pública de las mujeres que abre su libro Mujeres y poder. Un manifiesto.

Casi tres mil años después de que el personaje homérico mandara a callar a su madre, una figura nada mitológica y sin los atractivos de aquella, investida de una lábil autoridad, hace lo propio con Raquel Arbaje y sus hijas, reprochándoles que secundaran, en carta pública firmada por más de mil personas, las advertencias de las regresiones políticas y sociales contenidas en el Código Penal para entonces en discusión.

La hostil y desconsiderada perorata de Alfredo Pacheco tiene, pues, un sustrato atávico. Enraíza en la apropiación masculina del discurso público, en el dominio del relato. Los hombres han sido y siguen siendo condescendientes con la cháchara que la cultura ha convertido en casilla femenina. Lo que nunca han soportado es que las mujeres hablen a nombre de la comunidad que los incluye. El patrón ideológico que rige la palabra pública decide cuál merece ser escuchada, y esta será siempre masculina.

Pero el machismo de Pacheco conjuga otros elementos políticos y de estructura de personalidad. Al diputado le escuece que Arbaje y sus hijas no se supediten a la supuesta deuda con él y sus pares y osen disentir en un tema del que se arrogan el dominio absoluto. Al mandarlas a callar, también se venga. Ignora adrede la masividad de las firmas y se concentra en ellas para enrostrarles, de manera harto evidente, que la primacía pública de que gozan les fue dada por quienes se «fajaron» a conquistar votos para llevar a Luis Abinader a la presidencia. Son, por tanto, malagradecidas y desleales. No ciudadanas con derecho a expresar sus opiniones, sino nulidades para la crítica y la participación en la vida nacional. 

Decir que no le gustó la manera en que expresaron su rechazo a las falencias del código, no es un juicio político, es un resabio personal, comprensible en el vecino de al lado, pero no en quien tiene la responsabilidad de aprobar leyes que gobiernan la vida colectiva. 

Conculcar la voz a estas mujeres, es machismo cerril (y reclamar merecimientos prueba de pobre autoestima), sí, pero también es visión política reaccionaria del debate público, uno de los elementos sustantivos de la democracia de la que se dice soldado.

El condicionamiento del debate por los compromisos con quienes, como dijera el diputado Elpidio Infante, se «guamearon» el trabajo electoral desde el 2012, anula el valor del disenso, haciendo prevalecer una práctica autoritaria del poder. Desconocen de forma burda que, en democracia, el disenso es «levadura benéfica», como dijera Sartori.

La postura de Pacheco reniega de la pluralidad de ideas y pretende que la opinión tiene dueño. Pero no solo eso, es también oportunista. En todo momento se cuidó e mencionar a otras personalidades firmantes, algunas representantes del poder económico al que los congresistas están supeditados (¡oh proyecto de Código de Trabajo!) quizá por aquello de que, como decimos coloquialmente, «el puerco no se rasca en javilla».

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Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.