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El mago del Kremlin

El poder como teatro y como farsa trágica

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El mago del Kremlin
El mago del Kremlin de Giuliano da Empoli es una novela que desentraña los mecanismos del poder a través de Vadim Baranov, un personaje ficticio inspirado en Vladislav Surkov, ideólogo de Putin. (CHATGPT)

Diseccionar una historia en vez de contarla es una técnica fascinante que rápidamente atrapa al lector. Giuliano da Empoli, con El mago del Kremlin, ha escrito uno de esos libros que resulta difícil abandonar y cuyo final quisiéramos alargar. La novela, finalista del Premio Goncourt y ganadora del Grand Prix du roman de la Academia Francesa, tiene el brillo cortante de una espada antigua. Seduce y también hiere. Con sobrada maestría, presenta el poder como un arte para dominar, más que como un instrumento para gobernar. Importa el relato, no tanto la razón.

En apariencia, la novela es la transcripción de una conversación entre el narrador —un intelectual sin nombre— y Vadim Baranov, exasesor omnipotente del presidente ruso. Baranov es una figura ficticia, pero de una verosimilitud apabullante. Es, sin decirlo del todo, el trasunto de Vladislav Surkov, el enigmático ideólogo de Putin, conocido por sus incursiones en el teatro y la cultura antes de adentrarse en la arquitectura de la propaganda rusa. La novela toma prestada esa biografía ambigua para construir un personaje que parece salido de Shakespeare.

El heredero de Ricardo III

El Baranov de El mago del Kremlin recuerda con inquietante frecuencia a Ricardo III. Como el villano de Shakespeare, su poder se edifica sobre la manipulación de la percepción. Ricardo asesina con palabras tanto como con puñales; Baranov también. Ambos son figuras trágicas,  genios de la intriga que, por saberse lúcidos, se convierten en cínicos. Si Ricardo dice "estoy determinado a probar que soy un villano", Baranov parece decir: "estoy determinado a probar que soy eficaz".

Pero más allá del paralelismo estilístico, hay un nexo estructural: el poder como puesta en escena. Ricardo manipula a la corte y al pueblo como si fuesen personajes de su obra personal; Baranov dirige el Kremlin como una maquinaria teatral donde lo importante no es la verdad, sino la sensación. Lo que se busca es gobernar la mirada ajena. Como bien apunta el propio Baranov, "en Rusia, el poder no se ejerce: se representa". El palacio como escenario, el presidente como actor mudo, y él, el mago, como dramaturgo sin rostro.

Shakespeare entendía que el poder absoluto exige renunciar a toda ilusión de humanidad. Da Empoli parece coincidir. Su Baranov es cruel por método, no por sadismo. No cree en el bien ni en el mal, sino en la eficacia. En ese sentido, es más un boceto contemporáneo de El Príncipe que un Ricardo III.

Maquiavelo en tiempos de redes

No es casual que el autor sea nieto de italianos, criado entre Florencia y París, asesor de gobiernos y conocedor de los entresijos de la diplomacia. Giuliano da Empoli ha succionado a Maquiavelo como herramienta, sin que le importe el mito. El mago del Kremlin deviene un Príncipe novelado, reescrito en clave contemporánea. Si Maquiavelo ofrecía al gobernante del Renacimiento una guía para consolidar el poder frente a la anarquía, Baranov ofrece al "Zar" del siglo XXI una receta para sobrevivir en la era de la posverdad. La fórmula es sembrar el caos narrativo, controlar los símbolos, vaciar las palabras.

Baranov no cree en los partidos ni en la ideología. Cree en el mito. Su doctrina se resume en la frase: "el pueblo no necesita entender, necesita sentir". De ahí que proponga que el Estado no se justifique, sino que se encarne en una figura simbólica, poderosa, impermeable al escrutinio. Un "Zar" sin discurso, pero con aura. Al igual que Maquiavelo, Da Empoli se rehúsa a moralizar. En cambio, analiza. Describe. Y eso resulta infinitamente más perturbador.

En una era donde Occidente parece extraviado entre algoritmos, tecnocracia y nostalgias rotas, El mago del Kremlin propone —sin justificarlo— un modelo alternativo de control. Uno que entiende que el futuro pertenece a quien domine la narrativa, al margen de la verdad.

Una novela de ideas en forma de confesión

Literariamente, la obra se mueve con fluidez entre la novela confesional, el ensayo político y la crónica íntima. Su estilo es seco, sobrio, cargado de alusiones históricas y filosóficas. La lucidez reemplaza al lirismo. En lugar de acción, reflexión. En lugar de héroes, operadores. Justamente en esa desnudez —en la renuncia al artificio del suspense o del sentimentalismo— reside su potencia.

La narración está dominada por la voz de Baranov, un monólogo extendido donde resalta la clarividencia y se deja de lado la empatía. Es la voz de un desencantado que no se arrepiente, pero tampoco se vanagloria. Ha conocido el corazón del poder y ha salido con el alma en ruinas. Su retiro dobla como un abandono existencial. Ausente un gesto ético convincente. "Uno se cansa del mal", parece decirnos. Pero nunca se indigna. Es esa distancia moral, ese vacío emocional, lo que le confiere al texto su gravedad filosófica.

Un espejo oscuro para Occidente

Aunque ambientada en Rusia, El mago del Kremlin es también una advertencia para Europa, para América, para cualquier sistema que crea que su estabilidad depende solo de instituciones y no de imaginarios. Baranov lo intuye. El poder ya no se funda sobre estructuras, sino sobre ficciones bien contadas. Putin, en su versión novelada, entiende esto mejor que nadie. Su imagen de cazador, judoca y patriota es un guion cuidadosamente preparado. En esa lógica, la verdad es irrelevante. Lo que importa es lo que se cree. Lo que se comparte.

En este sentido, el libro trasciende la coyuntura geopolítica y se inscribe en una línea de pensamiento que denuncia la transformación de la política en espectáculo. Viene de lejos. Guy Debord lo intuyó en La sociedad del espectáculo. Jean Baudrillard lo llevó al extremo en Simulacros y simulación. Da Empoli, más sobrio y menos teórico, les da cuerpo narrativo. El mago del Kremlin es, así, una novela que se lee como un ensayo disfrazado de testimonio.

La sonrisa del titiritero

¿Es El mago del Kremlin una novela de denuncia? No exactamente. Tampoco es una hagiografía ni una ficción especulativa. Es una reflexión incómoda sobre el alma del poder cuando se ha desprendido de todo principio. Se corresponde más con un testimonio ficticio que revela verdades demasiado reales. Un espejo oscuro donde las democracias occidentales harían bien en mirarse antes de que sea tarde.

En el fondo, Baranov es la conciencia lúcida de un sistema sin conciencia. Da Empoli, con sangre italiana y mirada europea, ha escrito ha compuesto un acto de advertencia, ademas de una gran novela. Uno elegante, culto y devastador.

Como Ricardo III, Baranov manipula y seduce, pero al final nos enfrenta a una pregunta sin respuesta: ¿qué ocurre cuando el arte de gobernar se convierte en arte de dominar, y el dominio, en puro espectáculo? Tal vez lo más inquietante de El mago del Kremlin no sea lo que revela de Rusia, sino lo que insinúa sobre nosotros.

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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Toma una pausa en la diplomacia y vuelve a su profesión original en DL.