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¿Por qué comunicadores?

No creo que los periodistas, tomados como un todo, estén actualmente en la mejor posición para reclamar respeto por su oficio

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¿Por qué comunicadores? (FREEPIK)

No creo que los periodistas, tomados como un todo, estén actualmente en la mejor posición para reclamar respeto por su oficio. Son demasiadas las insolvencias de un ejercicio que ha dejado de ser, como una vez lo llamara un excesivo García Márquez, «el más bello oficio del mundo».

De todos modos, al César, lo que corresponda, aunque sea poco: frente a la piara mediática cebada por el acceso indiscriminado a tecnologías (las excepciones, que las hay, no deben sentirse aludidas), los periodistas de los medios tradicionales están todavía en relativa ventaja.

Conservan cierta aura de respeto gracias, sin embargo, a una perversión del lenguaje: para diferenciarlos, hemos dado en llamar «comunicadores» a los habitantes de la porqueriza.

Construimos una categoría arbitraria y con ella dotamos de un estatus inmerecido a ese ingente número de «joseadores» allí donde den. Hoy estamos pagando caro nuestra mala costumbre social de eludir lo que nos llama a tomar partido.

De no salir a la arena pública para contrarrestar lo que nos daña como colectividad y como individuos.

¿Por qué, incluso frente a la evidencia del delito, persistimos en llamar «comunicadores» a delincuentes? Comunicar es lo que menos hacen y nada les interesa. Lo suyo es la mentira y el insulto como armas de chantaje, para ganar seguidores y, de paso, obtener beneficios gracias a la afrentosa repartición de la publicidad oficial.

Basta embarcarse en la dificilísima tarea de no escuchar lo que dicen sino tan solo ocuparnos de cómo lo dicen para comprobar el error de llamarlos «comunicadores».

Para encubrir su indigencia léxica echan mano de un lenguaje de estercolero. No se ruborizan, más bien lo contrario. Remarcan cada sílaba como si el énfasis les otorgara la credibilidad que no tienen. Acompañan sus diatribas con los gestos violentos del  macho alfa (tienen imitadoras mujeres) en trance de derrochar testosterona.

De sus nulas capacidades para el análisis y el argumento, mejor no hablar. Cualquier noción de cultura les es totalmente prescindible.

Puede que, mirada desde los medios, la comunicación tenga sus particulares connotaciones y deontología, pero en cualquier terreno en el que se la trate, deberá cumplir un requisito fundamental: que quien participe de ella reconozca en el otro  a un interlocutor válido, respete su dignidad y se comprometa con lo que dice. Una cuestión de ética elemental.

Siguiendo a Adela Cortina, a este reconocimiento mutuo, compromiso y respeto  podemos añadir otras cualidades, entre ellas la sinceridad, que lo dicho sea veraz y que las normas seguidas sean correctas.

Azuzar las más bajas pasiones sociales y personales, tarea alegremente cumplida en la porqueriza, no es comunicar ni quien azuza es comunicador.

Lo ha dicho gente que sabe y a quien le creo: el lenguaje es performativo. Es decir, construye y transforma realidades, no solo las describe. Corregir el malhadado apelativo de «comunicador», no volver a escribirlo jamás en los medios para nombrar a esos personajes, comenzaría a marcar distancia.

Es pobre el consuelo, pero los periodistas podrán decir que están juntos pero no reburujados, y los demás mortales estaremos felices.


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Aspirante a opinadora, con más miedo que vergüenza.