Aguas de mayo sobre abril
La revolución que llegó bajo la lluvia, abril de 1965 en la memoria

La revolución estalló una tarde de sábado mientras las muchachas se paseaban por El Conde con aquel garbo seductor de los sesenta, y los muchachos, en las esquinas pueblerinas, tomaban el espacio del ocio para escuchar los programas favoritos de la radio que, para entonces, difundía los éxitos de la Lupe y dejaba tiempo para las canciones de Javier Solís.
Viriato Fiallo, ya un poco retirado y abatido por la desilusión, vivía próximo a la calle El Conde, la misma vía por donde a veces se paseaba el presidente Bosch y por donde era común avistar a los jóvenes de izquierda teorizando sobre la tea y la tía de todas las revoluciones habidas y por haber. Frente a la galería de su apartamento, Viriato descansaba solitario, cuando las hermanas Ivón y Virtudes Uribe, connotadas perredeístas, alcanzaron a verlo y le gritaron a quien hacía tan solo tres años era el gran líder de masas fervorosas: "Viriato, traidor, el día tuyo está próximo".
Habían pasado solo unos pocos días cuando la revolución encontró al líder ucenista cerca de aquella vía clave de Santo Domingo por donde había cruzado parte de su gloria política en los meses siguientes al fin de la dictadura. Cuando la acción bélica abrió su curso de ráfagas y muerte, y cuando la revolución anunciada y esperada por largos meses se colocó, al fin, al frente de aquella multicentenaria vía que honraba al Conde de Peñalba, los familiares de Fiallo hubieron de batallar vehementemente con el adalid de la lucha antitrujillista de la Unión Cívica Nacional, para convencerlo de que debía abandonar esa zona y buscar refugio donde pudiese estar a salvo de las turbas coléricas que amenazaban su vida. Cuando finalmente Viriato accedió a salir de su casa en Ciudad Nueva, la revolución estaba instalándose en los ánimos de una juventud aguerrida que había adoptado ya la decisión de arrojarse a los pies de la quimera y de la promiscua esperanza.
El estallido del 24 de abril de 1965, todavía sin visos de convertirse en una revuelta armada, se anunció al filo del mediodía por "Tribuna Democrática" en la voz de José Francisco Peña Gómez. Había ocurrido poco tiempo antes en un cuartel de las afueras de Santo Domingo, cuando el capitán Mario Peña Taveras puso la primera piedra de la disensión formal al hacer preso al general Marcos Rivera Cuesta. La voz de Peña Gómez se hizo audible de inmediato por los sectores donde el PRD mantenía su fortaleza política, pero los segmentos poblacionales más altos de la capital dominicana no se enterarían del suceso hasta horas después, cuando el rumor y la algarabía de una celebración ruidosa llegó a sus exclusivos chalets de Gascue o a sus lejanos refugios de playa en Boca Chica y Juan Dolio.
Más tarde aún llegó a los pueblos. El Triunvirato había arruinado la cadena radial del PRD y las noticias de "Tribuna Democrática" no llegaban más allá de Villa Altagracia, ni lograban cruzar Haina o Cabo Caucedo. Por eso, el conocimiento del estallido no penetró a muchos pueblos hasta pasada las cuatro de la tarde, cuando ya la capital era un hervidero de rumores y una todavía tímida fiesta que se afianzaría libre y alegremente pocas horas más tarde. Cuando la noche comenzó a cubrir las horas perplejas de aquella primavera de Santo Domingo, los hechos comenzaban a mostrar su faz definida. El coronel Hernando Ramírez, líder del movimiento, estaba sobre la cresta de la ola, comandando la sublevación contra el Triunvirato, mientras este hacía todos los intentos posibles para acallar la revuelta y regresar a la obediencia a los militares resueltos a concluir aquel periodo contumaz de la historia dominicana.
La decisión de armar a los civiles partió de los mismos militares iniciadores de la revuelta. A media noche, decenas de jóvenes aguerridos, muchos de ellos sin una firme militancia política, estaban en la trinchera con fusiles y metralletas, a la espera de una orden militar que los lanzara al ruedo de la gloria. Al día siguiente, al amanecer, la ciudad era ya una columna de rebeldía sosteniendo los muros de la utopía. Había llegado. Durante meses la habían anunciado en las esquinas, proclamada en las aceras, añorada sin conocer sus gravedades y sus formas. Era ella, sin dudas. La revolución había tomado por asalto a los mismos que la habían deseado y ahora muchos de ellos no tenían visión para reconocerla. Las masas estaban rugiendo en las calles. Pronto, toda aquella algarabía iba a trocarse en dolor y amargura. Son muchos los vericuetos de esta historia. La asonada tuvo sus altibajos, sus meandros y recovecos. Militares pundonorosos, que honraron la historia y su uniforme; otros siniestros, que ordenaron operaciones de sangre a cualquier riesgo. Civiles políticos que se arrimaron con miedo a los acuerdos que los alejaban de la auténtica finalidad de aquel estallido de rabia justificada. Otros sin reconocimiento, héroes anónimos, que comprendieron los porqués reales de una revolución que les estallaba en sus manos, temblorosas aún, al sostener una metralleta San Cristóbal o una vieja Colt cuya procedencia desconocían.
Así llegó la revolución. Una tarde de primavera, cansada de sol, con la canícula del verano adelantado que siempre hace su aparición de forma abrupta en todas nuestras estaciones. Nadie enseñó a la gente a pelear, ni nadie le enseñó tampoco a disparar. Cuando, en medio del tumulto y la refriega, los aviones de San Isidro cruzaban veloces sobre los millares de cabezas acantonadas en el puente Duarte, la radio orientaba a los "rebeldes" para que enfrentaran el desafío con espejos en las azoteas, y les indicaba como usar las armas que habían recibido sin orientación previa. A muchos, sin embargo, de nada les valió la instrucción. Decenas de cadáveres fueron recogidos de la cabecera del puente, pero la voluntad de luchar y de triunfar era firme y el martirio fue convirtiéndose en una posibilidad de redención.
Nadie supuso adónde llevaría el apresamiento de Rivera Cuesta en el campamento 16 de agosto. Más lejos aún, ninguno de los militares envueltos en el golpe de septiembre de 1963 y los civiles políticos que la prohijaron pensaron nunca en las consecuencias de aquella acción desafortunada. Donald Reid Cabral pensó detenerla, pero ya era tarde. Del bando perredeísta, Molina Ureña planeó cambiar su orientación, pero ya era tarde. Juan Bosch propuso fórmulas para traspasar sus poderes a Molina Ureña, pero ya era tarde. El coronel Francisco Alberto Caamaño hizo un ademán de rendición frente a la burda sumisión propuesta por el embajador Tapley Bennett, pero ya era tarde. El alto mando de los constitucionalistas, perdido, agotado, temeroso, aturdido, hizo una breve escala de miedo en algunas embajadas, pero ya era demasiado tarde. La revolución había llegado para quedarse. La masas, soberbias y frenéticas, dispuestas al sacrificio y al llanto, estaban esperando orientación para continuar. Ellas no merodeaban en las oficinas donde se firman los acuerdos, ni tenían los caminos expeditos para asilarse en las embajadas. Anónimas, como siempre han sido, estaban allí, en el puente, en las calles, organizándose con sus propias estrategias, al calor de una orden proveniente de un dirigente cual que fuese, venido a más desde la fosa de su anonimato, o desde la callada urdimbre de un patio de Borojol o San Miguel. Nadie les escribió su crónica después. Ningún historiador reseñaría sus glorias. Difícilmente alguien pueda nombrar sus aportes para que la revolución siguiera su curso de victoria y se lanzara a su destino de semilla y surco. Los líderes a veces no alcanzan a ver el empuje definitorio de muchas hazañas. Las masas, al fin, fueron las que determinaron el avance de aquella revolución deseada.
Cuando los coroneles Pedro Bartolomé Benoit y Enrique Casado Saladín, y el capital de navío Olgo Santana Carrasco quedaron instalados en San Isidro como nuevo gobierno, ya el coronel Francisco Alberto Caamaño Deñó había decidido casarse con la gloria. Desde el otro atajo, blandió la espada de la vergüenza y decidió asomarse al balcón del delirio y la esperanza. Fue en la tarde del 27 de abril cuando el coronel Caamaño comenzó a escalar los peldaños de la inmortalidad. Esa tarde, al abandonar el ultraje, decidió llegar al puente Duarte y junto a los oficiales Héctor Conde, Gerardo Marte y Manuel Ramón Montes Arache, inició la tarea formal de organización de aquellas masas rugientes que hasta ese momento habían estado como naves al garete, surcando los mares tenebrosos de la muerte en medio de las clarinadas de fiesta de aquella epopeya. Los marines norteamericanos desembarcaron el 28 de abril por el puerto de Haina. No penetraron a la ciudad hasta el atardecer del día 29. A esa hora ya los comandos constitucionalistas habían ido formándose con una capacidad de arrojo insospechada. La revuelta tomaría, con acierto, un nuevo nombre: guerra patria.
En la mañana del 4 de mayo, Caamaño se dirigió hacia el Altar de la Patria a juramentarse como nuevo presidente constitucional de la República. Subiendo por la calle Pina, el héroe avanzaba protegido a sus espaldas por militares de la revolución y un grupo de civiles, entre los que se encontraban Euclides Gutiérrez Félix -quien había escrito el borrador del discurso que pronunciaría Caamaño-, Ramón Andrés Blanco Fernández, Rafael Kasse Acta, Mario Báez Asunción, Guillermo Lockward, Bonaparte Gautreaux Piñeyro, Luis Armando Asunción y don Vinicio Espinal. "Nosotros esperamos que las tropas de los Estados Unidos abandonen lo antes posible nuestro país, para que el nacionalismo del pueblo dominicano no se convierta en antinorteamericanismo", advertía Caamaño en su discurso con ingenua esperanza, pero con una sentencia que acabaría siendo en él una certera premonición. Fue un discurso de dos páginas y de unos cortos seis párrafos. De inmediato Caamaño abandonó aquel escenario y se dirigió con los suyos por la calle El Conde para instalar formalmente su gobierno en el tercer piso del edificio Copello.
Era una tarde lluviosa aquella del martes 4 de mayo de 1965. La revolución tenía apenas unos diez días de haber estallado. Comenzaba una nueva etapa. La más dura quizás de todo aquel proceso. Llovía a cántaros cuando Caamaño cruzó las tres cuadras que separan la Puerta del Conde del edificio Copello. Alguien en el grupo recordó que eran las primeras aguas de mayo y que la osadía abrileña estaba siendo bendecida. Aguas de mayo sobre una ciudad apertrechada. Aguas de mayo sobre un tronar de furia. Aguas de mayo que llegaban con los relámpagos del futuro, aún sin clara definición. Aguas de mayo, al fin, que agrietaban los vientos dispersos de la esperanza.
En el 60.º aniversario de la gesta histórica iniciada el 24 de abril de 1965.