Decir lo que venga en ganas
Legiones de idiotas, el legado maldito de la "libre expresión"

Umberto Eco, semiólogo, filósofo, novelista y articulista, unía a sus muchas virtudes la de ser dueño de una lengua lampiña. Crítico mordaz del poder manipulador de la prensa y de las redes sociales, estaba convencido de que estas últimas «han generado una invasión de imbéciles que les dan el derecho de hablar a legiones de idiotas».
Fallecido en el 2016, Eco no tuvo tiempo de asistir al apogeo de las huestes de «comunicadores» e «influentes», hombres y mujeres, a quienes la tecnología les facilita reproducirse como esporas. Los programas que hace apenas unos lustros atrás se producían por radio, lo hacen ahora simultáneamente a través de internet y se promocionan en todas las redes.
Fue precisamente en una red social, en la que de vez en cuando fisgoneo, donde escuché a uno de estos «comunicadores» afirmar que el gobierno no acaba de entender que, gracias a las tecnologías, «todo el mundo puede decir lo que quiera» sin que haya poder que pueda fijar límites. Era el broche de oro de su perorata sobre el proyecto de Ley de libertad de expresión, medios audiovisuales y plataformas digitales, sometido recientemente por el Poder Ejecutivo.
Al margen de que el proyecto no establece censura previa ni cosa parecida, remitiendo los delitos contra el honor al derecho común y las inexactitudes o agravios a la rectificación, lo afirmado por este individuo hace caso omiso de cualquier responsabilidad ética por lo que se dice sobre terceros. Ese «decir lo que quiera» es un ejercicio libérrimo de expresión que, por serlo, no está sujeto a regla alguna.
Es este juicio el que alimenta la proliferación de espacios televisivos y digitales en los que la procacidad rebasa toda frontera. El lenguaje escatológico de los participantes va parejo a festivas atribuciones a terceros de actos indecorosos, cuando no delictivos. La vida privada no se salva de la jauría. Hay un aprovechamiento perverso del acceso a medios para desfogar rencores gratuitos de orígenes diversos. La razón es sencilla: se prevalen en la naturalización de la violencia en una sociedad sin inquietudes críticas.
La decisión de quienes se sientan difamados o injuriados de recurrir a las vías legales es moralmente ejemplarizante y debería ser norma. Pero no hay que hacerse ilusiones. Las «legiones de idiotas» aupadas por los invasores imbéciles de las plataformas electrónicas encontrarán siempre cómo escabullirse de la sanción social, que sería más disuasiva que la penal. Botón de muestra: un recién sometido por un grupo de periodistas por hacer contra ellos afirmaciones sin pruebas, les sacó el pedigrí a los abogados apoderados para terminar acusando al presidente Luis Abinader de fraguar el sometimiento. Pasa de victimario a víctima, y encontrará quien le crea.
La censura es odiosa de los pies a la cabeza. Preservar de sus daños a la libertad de expresión y a su prima hermana, la libertad de prensa, es fundamental en una democracia. Pero mientras tanto, ¿qué hacemos con el albañal en que se han convertido los medios digitales?