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Elegía por la muerte trágica

De la vida a la muerte, una travesía de tristeza y desgarro

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Elegía por la muerte trágica
La muerte como parte de la vida, una reflexión filosófica y literaria. (NELSON PULIDO / DIARIO LIBRE)

La vida no es más que una muerte lenta. Llega con sus flujos y reflujos. Como una garganta herida. Como una sed sin agua. Para todo hay un momento marcado, pero nunca se conoce ese momento hasta que llega. Y cuando llega, puede ser anticipado, previsto, deseado incluso, pero también inesperado, agazapado tras los bríos de una astucia o empujado tras la tentativa de un infortunio. La muerte es un desgarro. Como el filo de un aguijón. Como un sueño sin ensueños.

La muerte es drama. Suicidio. Orfandad. Declive. Ópera de signos vaciados de abrazos. Brumas entre vientos blancos que agitan vendas negras, como las vendas de sangre del desamor. Bramidos de mar revuelto, golpes ciegos sobre mejillas rosadas, golpes de ojos sobre cuencas vacías. Eso es la muerte. Un barco herrumbroso y negro naufragando sobre piedras. O una cruz hundiéndose en el desierto.

La muerte acecha, siempre acecha. A veces de forma distendida, a veces de manera solitaria y cruel. La muerte desgasta porque es incesante. Nunca perece. La muerte nunca perece. Está viva siempre para irrumpir en las rutas y en los haberes, en las estancias y en las cimas, en las distancias y en las ruindades. Sabemos que llega con risas estentóreas y sabemos también que suele arribar con arrestos burlones y con rostro severo y con hinchadas rebeldías. Sólo sabemos a conciencia que siempre llega. Sólo se presenta una vez, pero se anuncia en todos los momentos de la vida y es más cruel temerla que sufrirla.

Hombres y mujeres nunca la ven aparecer ni la presienten. Viven ocultos de ella, como un andamio entre columnas de habitaciones oscuras. Otros, otras, la previenen y la ven llegar. Como indeclinable excusa, como obligado patíbulo. Hay muchos más a quienes se les arrima con brusquedad y altivez, con furor, con impetuosidad, con espanto, como si estuviese ávida de párpados y de brazos y de alaridos y de llantos. Así se la ve llegar en ocasiones, irrumpiendo con desarmonizada molicie, atornillando el instante para convertir el suceso en monolitos. Cansada, cabalga en su montadura con desdén y pereza. Harta de nostalgias, celebrando el duelo. Sin respiro, atenazando tristezas.

Solemos decir, confundidos, que llega tarde o que llega a destiempo. La muerte, empero, siempre es temprana y no perdona a ninguno. Por eso, vivir es sentir sin amargura todas las edades, hasta que llega la muerte. Porque la edad no está en sus anales. Llega, con señales predecibles, a viejas estancias donde la vida va dando señales de partida. Y llega a jóvenes que apenas inician la vida o a robles que han comenzando a conocer su fortaleza. Por eso es tantas veces como nube de verano y otras tantas como viento de invierno y otras más como veladas de sol. Alas de cuervo tiene la muerte. Prosa profana que surge como levadura del mal o como epitalamio bárbaro. Llega en primavera o en verano. Cuando el otoño de la vida anticipa esfuerzos. Y cuando el invierno construye su ataúd.

La muerte es como la doliente armonía de la tristeza. Como una pradera que gime al vuelo del aura leve que oprime la espesura. Como el quejido que se mueve. Como un acento repetido. Como armonía melancólica que en el aire desaparece misteriosa. Arriba con violento estrépito en noches serenas y en nocturnas alegrías, y se esparce como la sangre de una vena rota, en el delirante espasmo de una multitud inspirada en la celebración de la vida, con sus audacias, con sus desvelos, con sus oblaciones y con sus penumbras. No hay pena que la muerte no acabe, ni vida que la muerte no borre.

La muerte es un oscuro resplandor. Acontece. Se entromete. Se integra. Se hace dueña del silencio y del ruido, de la casa deshabitada, de las haciendas cantoras y de los recintos del hombre. El sitio en que tan bien se está, la muerte puede llegar. Y llega. En el patio donde hay celebración, en la calle donde el calor arropa, en la mesa donde la vianda reluce, en las tardes donde las palmas crecen, bajo los astros, a la orilla del mar y en sus hendiduras, en la dicha y en la desgracia, la muerte llega, porque ella no tiene límites ni conoce de espantos ni reproches ni de memorias ni de abrigos. Es penumbra, la muerte siempre es penumbra. Silla rota, cortina de asedios, versión de espanto, balcón oscuro, geografía de espadas, muro. Y entonces, el más perfecto, el resonante se yergue a la oración fúnebre, bajo los polvorientos laureles. Los otros, de caras macizas, de trágicos y finos surcos, de nariz lívida o profunda ceja, diferentes, reales, miran el sol seco, el sol raído junto al mármol. Y esa oración fúnebre restalla como una bandera rota y pobre, entre los polvorientos laureles.

Nervazón de angustia es la muerte. Angustia del amor, como un cáliz de dulce eternidad y negra aurora, para los que mueren entre andamios descalabrados en la flor de la libertad. Cuando todo se desborda y muere, el espíritu de la tristeza se expande como fragua quemante y deja sentir en el aire y en el ánimo su azote y su leyenda. Y el alma se contrae, se aturde, y las pupilas dejan ver su fondo de angustia. Se crispan las tibias humanidades. Se enturbia el ambiente cálido y cada boca renuncia para la otra ante la vida agonizante. Y todos nos compenetramos en un mismo fragor. Y todos nos unimos en una cita universal de amor. Y entre lamentos y espantos, comprendemos que somos una unidad de espíritu y de viento, de sermón y almendras, y que solos o junto a otros, con vida aún o sin ella, tenemos que morir a cada instante.

La muerte es un universo civil, de inflexiones devoradas, de amargas contraseñas. Y es, en ocasiones tristísimas, un caos dantesco, una vorágine impelente, el terror que surge de la nada, que crece en el dolor más austero o más voraz, pero también en medio de pechos vibrantes, de sandalias desatadas, de futuros escoltados de primicias. Y entonces, bajamos la voz.  El silencio tiene ruido de dolor, rumor de alegatos, de brazo que se extiende, de sangre que se dona, de solidaridad que se derrama. Mientras ella, la muerte, camina con sus pasos de acordeón, con su palabrota.

Definitivamente, no conocemos la muerte porque tal vez no conocemos la vida. Porque no conocemos la mutilación ni el destierro. Porque no conocemos el sol del más allá, ni las puertas cerradas, ni los arbitrios del camino, ni la torcedura del espacio. Para entender la vida hay que conocer la muerte. Conocer de la separación abrupta para comprender el ahogo de la tristeza, la nostalgia como una herida abierta.

Vendrán los susurros, las tronadas, los asuetos, los empellones y los precipicios. Vendrá la vida por nueva vez, pero mientras tanto, y después, entre alientos nuevos, propósitos y trueques, se mantendrá vivo el vidrio desnudo de las limpias sonrisas, los paisajes de sol en los ojos livianos y vívidos, el tronco joven de ciba y corazón de nardo, de amigos, amigas, que se fueron, de parientes de familias amigas que partieron cuando los jinetes de la muerte entraron con sus puñales de hielo en una madrugada de sal y caracoles, hundiendo en mutismos interminables las luces de vidas vibrantes, produciendo una despedida sin besos, sin fluir de mareas, sin latidos de esperanza. Solo un silencio eterno y un adiós en la noche donde se vieron llorando a las estrellas.

Este homenaje por los muertos de la tragedia del pasado lunes está sujetado por las voces profundas de Raúl Zurita, Rubén Darío, Eliseo Diego, César Vallejo, Nazim Hikmet, Jorge Luis Borges, Jean de la Bruyére, Ana Blandiana, Joan Margarit, Calderón de la Barca, Miguel de Cervantes y Franklin Mieses Burgos. También por san Agustín, el Eclesiastés y la carta de Pablo a los Corintios. Aeternum vale. Vade in Pace.

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Escritor y gestor cultural. Escribe poesía, crónica literaria y ensayo. Le apasiona la lectura, la política, la música, el deporte y el estudio de la historia dominicana y universal.