No es solo la licencia
El desdén oculto hacia la vejez en República Dominicana
Al hacerse eco de la queja de un lector sobre el menor tiempo de validez de la licencia para conducir de los mayores de 65 años, Diario Libre puso el dedo en la llaga del edadismo, ese desprecio por las canas y las arrugas que apenas se cuida de guardar las formas.
Como este, los actos discriminatorios de la administración pública y del sector privado han sido normalizados por una cultura para la que ser joven –o desesperarse por parecerlo– se ha convertido en industria, pero también en ambivalencias que amenazan la salud personal y colectiva.
En este culto a la juventud y el rechazo a los viejos hay, sin embargo, una contradicción al parecer insoluble, aunque rentable, para el mercado. El aumento de la esperanza de vida, incluso en países de desarrollo medio como el nuestro, ha parado también las antenas del lucro y animado la inversión en servicios para los envejecientes que estimulan el consumo. Es la llamada «economía plateada»
Quizá no sea el caso dominicano (carezco de información al respecto), pero en países como los Estados Unidos, según datos de la Reserva Federal, las personas retiradas disponen de un patrimonio once veces mayor que el de los mileniales. Esto no impide que frente al envejecimiento poblacional, los defensores de los recortes sociales adviertan incesantes del nefasto impacto del sistema previsional en el equilibrio de cualquier economía, demostrando que el mercado no es solamente «libre», sino también bipolar.
Pero hablemos del edadismo como ideología identitaria de los que, si no mueren antes, terminarán por envejecer. La negación a aceptarse en la inevitable decadencia del cuerpo y sus funciones y el menos verbalizado miedo a la muerte, permean las relaciones sociales con las personas envejecientes. Al desdén por la vejez parece subyacer el castigo por no poder eludir el propio destino.
De ahí que no solo sea cuestión de violaciones flagrantes al derecho a la igualdad que, en el caso dominicano, está inscrito en el texto constitucional. Son también, y de manera preponderante, los «microedadismos» cotidianos expresados en el lenguaje, verbal y físico. Es la exclusión social, casi siempre solapada por el fariseísmo moral; son los falsos privilegios (primeros en la fila, cesión del asiento...) que nacen de la percepción de minusvalía que acompaña a las canas. Es el convencimiento de que la muerte ronda y carcome como polilla la utilidad de la persona, convirtiéndola en desecho. Es la extrañeza, camuflaje del disgusto, de verla hacer algo para lo que nos hemos dado la prerrogativa de descartarla. Es, en casos extremos pero frecuentes, el abuso que lacera y queda impune. Es la deshumanización del otro.
Acostumbrados como estamos a coger el rábano por las hojas, nos conformaremos con que, por orden presidencial y no por decisión autocrítica, el INTRANT derogue lo que fue decreto de Danilo Medina. Ni de cerca pasaremos por una discusión pública que nos enfrente a la complejidad del problema.
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