De regreso a casa con escala
Reflexiones sobre el periodismo y la vida en casa
Volver a casa es reencuentro con el pasado y apertura de puertas al futuro. Atisbar dentro de sí mismo y conducir a velocidad prudente en los tramos finales de la existencia, sin saber cuánto queda de ruta pero con claridad de mente sobre los retos y la ilusión de saberse útil y, por qué no, querido. Aquí estoy de nuevo, casi veinte años después y cuando el ejercicio del periodismo continúa siendo terreno ignoto y conocido en una dialéctica que precisa resolución diaria: síntesis que baraja noticias, comentarios, decisiones sobre la trascendencia e intrascendencia de los acontecimientos, pugna constante sobre lo que se hace y dice en la sociedad, navegación con vientos encontrados. Se añade en esta etapa la aventura en tecnología que no cesa de mutar en el exigente proceso de la buena comunicación.
Estoy de donde me fui casi veinte años ha, con escala en lugares y acontecimientos profesionales que nunca me propuse acometer pero que el destino puso en el camino. Yo y mis circunstancias. He visto el mundo desde atalayas privilegiadas y servido con decisión, aunque no sin yerros, a ese propósito multiforme que es el interés nacional. Eso de la diplomacia de cócteles, mentirillas y teatro corre bien en el mundillo de la fantasía. En la práctica dominicana, una historia diferente. Abundan las tribulaciones. La incertidumbre es compañera de viaje cuando se pasa de una capital a otra de manos de mucha mediocridad y poco talento, preparado a medias para el choque con realidades imprevisibles. Sacar fuerza de la flaqueza suena a frase gastada; sin embargo, dobla como fiel reflejo de la diplomacia en la que hice carrera.
El va y viene alimenta el espejismo de competencia en la compresión de lo que es nuestra sociedad, sus transformaciones y avatares. Los actores sociales y los problemas parecerían los mismos, y no es así. Aunque rota con frecuencia, la distancia deja huecos en la aprehensión de la verdad dominicana y por ahí se escapan ocurrencias imprescindibles para el buen discurrir. En casi dos décadas, la República Dominicana ha avanzado y retrocedido, lo que obliga a un aprendizaje que requiere de inteligencia y tino. Y sobre todo, de observación cuidadosa.
Otras son las menudencias con las que se tropieza en la rutina diaria. También requiere de un aprendizaje que no por simple deja de ser doloroso: confirmación de que suspendemos en buena ciudadanía y de que cuesta deshacerse de hábitos que son el verdadero visado para ingresar a países y colectivos mucho más desarrollados que el nuestro. Pero, total, la vida es una aula de la que no salimos jamás. Por lo menos, no con vida.
Aprender y acostumbrarse. Estos últimos aguaceros, diluvios caribeños, sacan a la superficie las deficiencias de los servicios urbanos. Las calles se inundan, el tráfico se ralentiza, aflora el recuerdo de que veinte años atrás la historia era la misma. Cuidado con esos ciudadanos de a pie que aguardan por una guagua al cobijo de una caseta en una de las avenidas de mayor tránsito y con la mitad de sus carriles bajo el agua. Si no aminoras la velocidad y despides el entusiasmo de agitar olas a tu paso, los empaparás. Y eso no es de buen sentir ni lo has visto en la Europa milenaria.
Como la calle es inevitable a menos que seas monje de clausura, no prestes atención a los bocinazos inclementes porque te has detenido ante el paso de cebras ya borroso para permitir que el peatón cruce la calle. El ruido indolente no repara en que la señora muestra un vientre voluminoso diseñado para perder volumen al noveno mes. Tampoco en que va acompañada de una anciana que en razón de los años arrastra sin remedio un ancla invisible. Transitar por las calles del Santo Domingo caótico equivale a ingresar en una selva urbana con letreros por doquier que aconsejan el sálvese quien pueda. Una lectura incomprensible a los ojos dominicanos que han dormido quizás demasiado tiempo en el extranjero.
Por favor y gracias puede que sean vocablos poco frecuentes en el uso cotidiano de la lengua y la interacción con quien presta un servicio o está por debajo en la escala laboral. Aunque como en la canción de Sting seas un extranjero en Nueva York, en el caso Santo Domingo, no aprendas la rudeza en el trato, mácula de la que no se han librado muchos de nuestros congéneres por más que sean favoritos de la diosa Fortuna, o que su trajinar académico transcurriese en aulas de universidades de élites. El respeto al prójimo se manifiesta de muchas maneras, tanto en hechos como con palabras. Las convenciones sociales difieren de país a país, ciertamente. Pero la amabilidad debería ser materia obligatoria, punto de partida para que nos entendamos a nivel de igualdad.
¿Habrá que acostumbrarse a la basura que distorsiona el paisaje urbano, a esas bolsas negras rotas y a su contenido maloliente desparramado por aceras y calles, flotando calmadamente en las aguas sucias que dificultan la circulación durante y después de las lluvias intensas que lo han anegado todo? Difícil acomodo a lo que debería ser una anomalía y no el pan nuestro de cada día. ¿Cómo es posible que veinte años después la capital dominicana siga bajo la condena de basura acumulada? ¿Es que las autoridades municipales están ciegas o necesitarían marcharse como yo por casi dos décadas y volver con ojos desacostumbrados a la inmundicia callejera, a esas moles de desperdicios que dejan al desnudo hábitos malsanos?
Cuando llego al país, es un choque del que no logro reponerme. Igual me ocurre con ese desastre de aeropuerto llamado Las Américas, donde solo relucen los establecimientos comerciales. El tráfico infernal, los tapones, los bocinazos y las calles inundadas causan menos desaliento emocional que el estercolero al doblar de cada esquina. Me acostumbraré a quedarme a oscuras por un apagón inesperado, a que el acondicionador de aire no marche a la par del calor que cocina hasta el pensamiento. Costará trabajo, pero paciencia con esos musicones que amenazan con llegar para quedarse en la cultura popular.
Transigir con la basura no figura en mi catálogo de adaptaciones porque riñe con principios elementales de ciudadanía y de buen gobierno municipal. Lo primero importa más porque arrojar desperdicios a la calle constituye un irrespeto a los demás, un atentado contra la convivencia. No son comportamientos para emular sino, por el contrario, para combatir con ánimo decidido. Si tan solo nos embarcáramos en una campaña sin tregua para concienciarnos a todos sobre la responsabilidad de contribuir a una ciudad más aseada. Si tan solo nos molestara la salvedad de que hay urbes más limpias que las nuestras en países con menor desarrollo económico. Somos unos pigmeos cuando de ornato y limpieza urbanos se trata.
Periodismo es rigor y búsqueda constante de la verdad. Del equilibrio. Se ha trastocado la meta al conjuro de la tecnología y mañas que antes circulaban menos. Afortunadamente, vivimos un ambiente de libertades que permite el oficio sin mayores trabas que las que nosotros mismos levantamos. Los mensajes más diversos inundan las redes, la radio, la televisión sin que nadie los obstaculice. La disonancia es cosa nuestra, tanto por aquello de los intereses creados como por la ignorancia de los comunicadores. Ha bajado la calidad del debate y los periodistas de la vieja escuela nos sentimos a veces como robinsones.
Volver a casa es grato. Volver al país inquieta, pero siempre habrá la recompensa de saber que lo he intentado.
El va y viene alimenta el espejismo de competencia en la compresión de lo que es nuestra sociedad, sus transformaciones y avatares. Los actores sociales y los problemas parecerían los mismos, y no es así. Aunque rota con frecuencia, la distancia deja huecos en la aprehensión de la verdad dominicana y por ahí se escapan ocurrencias imprescindibles para el buen discurrir.
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