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Mis rudimentos de geografía

Apenas cobraba noción de vida cuando recibía ya lecciones de geografía

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Mis rudimentos de geografía

Apenas cobraba noción de vida cuando recibía ya lecciones de geografía, sin maestros. No aprendía en textos ni en mapas —que en todo caso hubiesen doblado como jeroglíficos dada mi corta edad— sino en una fuente insospechada: nombres de personas.

Ha caído en desuso la costumbre de apelar a países, capitales y ciudades para nombrar a los bípedos, lo que en mi niñez era habitual. Territorios desconocidos probablemente; quizás noticia en algún momento; quizás hallazgo en alguna revista o periódico; o sugerencia de alguien extraída de un listado de sueños. Los padres se decantaban por naciones extrañas para identificar a las hijas, principalmente. Después de todo, en el mapamundi, el género femenino gana en número. Ahora que lo pienso, era un paso de avance: esas niñas con dirección fija en las cartas geográficas escaparon de la dictadura del santoral.

Me pregunto cómo pudo ocurrírseles a los padres bautizarla Australia, una compañera en la escuela primaria a la que accedió sobrada de edad. Me tomaría tiempo aprender a identificar en el mapa esa isla continente, utilizada como gran penal por los colonizadores ingleses. Del latín Terra australis, tierra del sur, Australia figura en el inventario de los descubrimientos españoles. Las enseñanzas de geografía en mi escuela primaria no llegaban a esos confines, donde, sin embargo, en mi presente me he tropezado con dominicanos. Cuantas veces visito ese lugar inverosímil, me acogota una sensación de soledad, de lejanía, de desamparo. El desfase horario es feroz. Tanto por la ruta oriental (sin parada desde Los Ángeles) como occidental (con escala técnica obligada en algún punto asiático), el viaje se hace interminable y asoma la ansiedad. Una vez llego, las distancias se instalan en mi cerebro y acierto a comprender la razón del apodo popular: Tierra de Abajo, the land Down Under.

Más cerca se encontraba América, una señora obesa que oficiaba en un colmado del pueblo. Iba de un lado a otro, bamboleándose de babor a estribor con soltura, por el pasillo detrás del mostrador sobre el cual descansaba el andullo apresado entre dos trozos de madera, atendiendo prontamente los pedidos que formulaban los clientes, siempre con prisa. En el caso, no hubo mayor diligencia en agenciar el nombre del Nuevo Mundo para alguien que siempre risueña recordaba con su cuerpo la dimensión inabarcable de estas tierras.

Israel tenía su territorio a pocos metros del hogar. Así se llamaba el tío por el lado paterno que suplía el noroeste dominicano con su librería ambulante, recrecida en las proximidades del año escolar. Era pueblo tan fácil de reconocer que Dios lo había escogido, de acuerdo con lo que oía en la misa dominical o se me decía en la temprana catequesis hogareña.

Austria bascula entre el oriente y el occidente europeo, dotada de montañas, lagos y paisajes sobrecogedores que de seguro inspiraron a su constelación de estrellas de la música culta. Cuna de la bestia apocalíptica del siglo pasado, Adolfo Hitler, y también de escuelas de sicología, filosofía y economía que han enriquecido el conocimiento humano. Era el nombre de una profesora a quien mis padres alojaron en casa por algún tiempo. Por ella me enteré de que la llamaron así por un país que en ese entonces parecía situado en la imposibilidad hasta de mis sueños. Luego aprendí que Viena es la capital y no un nombre más de los que nutrieron mis rudimentos de geografía; que esa ciudad imperial sí tiene a un costado unos bosques tan bellos como cuentos de hadas y que el azul del Danubio solo existe en otro vals, también del vienés Johan Strauss II.

Antes de que me conmoviera la historia trágica de aquella cuna compartida de nuestra raigambre cultural, sabía de una señora llamada África. No he conocido a nadie más a quien apropiaran con la identificación de esas regiones remotas de donde traficantes arrancaron con violencia hombres y mujeres a los que convirtieron en esclavos para suplir la escasez de mano de obra y remediar, por lo menos en el caso de La Española, la temprana desaparición de la población nativa. El porqué de bautizar así a aquella mujer nunca lo supe. No se correspondía su fisonomía con los rasgos típicos de un africano ni creo que su familia buscara rendir tributo a una raza y pueblos signados por la desgracia en el mundo americano. Tan lejano ese trozo planetario como cerca la desazón con que mi familia aparejaba ese nombre. El remedio a cuitas enraizadas lo encontré en mis tiempos de estudiante universitario, en el gran éxito de la banda estadounidense de rock Toto. La canción se llama África; de sus letras transcribo:

“Los perros salvajes aúllan en la noche, como si estuvieran inquietos, ansiando un poco de compañía solitaria. Sé que debo de hacer lo correcto, tan cierto como que el Kilimanjaro se eleva como el Olimpo sobre el Serengueti. Busco sanar lo que está muy dentro de mí, temeroso de esta cosa en la que me he convertido”.

Hay países tan bellos como sus nombres: melodiosos, dulces en cualquier idioma, apacibles como el Don literario. Francia es uno, y más de una persona en mi villorrio tenía como suyo esa referencia. No competía con Australia o África en exotismo, pero sí en relevancia histórica. Con la geografía adquiría nociones de historia y temprano supe que fuimos colonia francesa y, ya con un poco más de años, que los españoles canjearon la parte oriental de la isla por Cataluña mediante el Tratado de Rijswijk (misterio idiomático que me aclaró el yerno, se pronuncia Réisveik). La Francia que recuerdo podía pasar por francesa de no traicionarla el bagaje cibaeño que había arrastrado desde su Santiago natal.

Argentina era nombre relativamente común, pero costó zambullidas en los textos escolares relacionarlo con el río de la Plata. Terra argenta, tierra plateada, y de ahí Argentina. Vaya descubrimiento, pequeño ante mi éxtasis cuando en el Buenos Aires de tango avisté la inmensidad de aquella majestad fluvial. Es de los pocos nombres femeninos que mantienen vigencia.

Primero conocí a Bélgica en su versión femenina que como Estado en cuya capital, Bruselas, nunca imaginé viviría varios años. Escapaba a mis conocimientos que como Gallia Belgica perteneció al imperio romano. Bastaba saber que se trataba de un país europeo, muy llano, y donde se habla francés. Probablemente confundía Bélgica con Holanda, nombre muy familiar por la leche El bebé holandés que consumía en dosis repetidas. Me habían convencido de que a más leche, más me parecería al niño rozagante, sonriente y sin duda saludable, que servía como añagaza en la etiqueta de la lata.

Con la vuelta de los calendarios intuí las razones que impulsaban a los padres a escoger nombres de países europeos. Eran los más próximos a nuestra cultura, fáciles de pronunciar, sonoros. Grecia y Albania tenían sus dobles al igual que ciudades como Sofía. La popularidad de Kenia fue más reciente y hubo quienes llegaron hasta la griega insular Lesbos para extraer de allí Lesbia. Ignoro si su nativa más prominente, la poetisa Safo, habría aprobado.

Otros tiempos, otros códigos. Un mundo más ancho, permisivo. Por la brecha de las libertades e ignorancia se cuelan los nombres más extraños y ambiguos. Algunos para partirse de risa, como James Bond Cero Cero Siete, Hapyberdey Tuyu, Mericrisma, Disney Landia, Jack Veneno o Peligroso. Peligra mi intelecto, mas no puedo refugiarme de manera real y virtual en la geografía que aprendí saltando de nombre en nombre en la etapa de los pantalones cortos.

adecarod@aol.com

Ha caído en desuso la costumbre de apelar a países, capitales y ciudades para nombrar a los bípedos, lo que en mi niñez era habitual. Territorios desconocidos probablemente; quizás noticia en algún momento; quizás hallazgo en alguna revista o periódico; o sugerencia de alguien extraída de un listado de sueños.


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Aníbal de Castro carga con décadas de periodismo en la radio, televisión y prensa escrita. Se ha mudado a la diplomacia, como embajador, pero vuelve a su profesión original cada semana en A decir cosas, en DL.