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Edwards el Memorialista

Edwards recibiría el Premio Nacional de Literatura en 1994 y el Cervantes en 1999

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Edwards el Memorialista

A Jorge Edwards (1931-2023) lo conocí en Santiago de Chile en el invierno austral, en agosto de 1969, como uno de los artífices del Encuentro de Escritores Latinoamericanos realizado bajo el gobierno de Frei. Al que acudieron Mario Vargas Llosa, Juan Rulfo, José María Arguedas, Augusto Roa Bastos, Juan Carlos Onetti, David Viñas, Leopoldo Marechal, Bernardo Kordon, Rosario Castellanos, Monteforte Toledo, Jorge Enrique Adoum, Ángel Rama, Marta Traba, León de Greiff, Martínez Moreno, Rodríguez Monegal, Antonio Cisneros, con la presencia inicial de Camilo José Cela. Los chilenos Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Fernando Alegría, Enrique Lihn, Francisco Coloane, José Donoso, Antonio Skármeta, Pablo Neruda, actuaron de anfitriones en los eventos en Santiago, Valparaíso-Viña, Concepción y el santuario poético de Isla Negra. 

Catorce años atrás le dediqué en Diario Libre una de varias columnas destinada a resaltar su meritoria estampa literaria. La noticia de su reciente deceso en España me ha hecho revisitar este texto, homenaje a una entrañable figura de las letras hispanoamericanas, galardonado con el Premio Cervantes. 

Novelista (El peso de la noche, Los convidados de piedra, El Museo de Cera, La mujer imaginaria), cronista (Persona non grata), ensayista y diplomático chileno, Edwards hizo de la memoria la materia prima de su oficio, que transformaba en realidades literarias: "ese encabalgamiento de la fantasía y la realidad es mi terreno". Fruto espléndido de este quehacer es el retablo generacional La Casa de Dostoievsky, premio Planeta-Casamérica 2008, que devoré de una sola sentada navideña. Por allí desfilan los surrealistas de La Mandrágora, los poetas láricos (no confundir con líricos) liderados por mi cotidiano Jorge Teillier, el antipoeta Nicanor Parra fabricante de artefactos, el laureado Enrique Lihn y sus amigos, el rudo vitalista camorrista Pablo De Rokha -detractor acérrimo de Neruda y de Huidobro-, con fondo de “Nerón Neruda”, “el Poeta Oficial”.

Ya antes, en 1990, Edwards -quien cuela sus propias vivencias en este registro novelado- nos había ofrecido un magistral libro de memorias, Adiós, Poeta, en el que Pablo Neruda, su amigo por más de veinte años, es el personaje central. Una crónica lúcida y penetrante de sus relaciones con el Poeta (así le llama, con mayúscula), en torno a cuya cautivante personalidad casi mítica se nuclearon grupos de intelectuales, artistas y políticos, testigos y actores de un siglo de guerras globales y periféricas, así como de confrontaciones ideológicas.

También en El inútil de la familia, el memorialista abordó la vida del escritor Joaquín Edwards Bello (primo hermano de su padre y bisnieto del prócer de las letras chilenas Andrés Bello, llamado “el bisabuelo de piedra” en alusión a las múltiples estatuas). Un crítico mordaz de su propia clase burguesa, Edwards Bello debió abandonar Chile tras publicar su primera novela en 1910, El inútil. Radicado en Europa, mantuvo activa labor periodística y literaria, publicando libros como La Tragedia del Titanic, El Roto -retrato ácido de la clase baja chilena-, El Bolchevique, Valparaíso, la ciudad del viento, y Criollos en París, entre crónicas, novelas y ensayos que le valieron los máximos galardones literarios de su país.

Miembro de una familia emblemática del dinero en Chile, Jorge Edwards aclara que la rama de la que proviene es la de los Joaquines, menos afortunada en los negocios, a diferencia de la de los Agustines. “Mi bisabuelo Joaquín fue un muy buen ingeniero de puertos. Su padre lo mandó a estudiar a Boston. En cambio, su hermano Agustín, el que hizo la gran fortuna, no estudió nada, se dedicó a hacer negocios desde chiquito... y creo que a los quince ya era rico, mientras mi antepasado estudiaba como un tonto”.

Formado con los jesuitas, Jorge Edwards estudió Derecho en la Universidad de Chile y Ciencias Políticas en la Universidad de Princeton. Se incorporó a la carrera diplomática en 1958, ocupando posiciones en Lima, París y en La Habana, donde le tocó en 1970 restablecer las suspendidas relaciones chileno-cubanas. Fue declarado persona non grata en 1971 por sus nexos con intelectuales disidentes conectados al publicitado caso del poeta Heberto Padilla, motivo de su polémico libro homónimo. En el Ministerio de Relaciones Exteriores dirigió el Departamento de Europa Oriental, poniendo término a su carrera a raíz del golpe de Estado contra Allende en 1973.

De recia formación e ideas moderadas, Edwards recibiría el Premio Nacional de Literatura en 1994 y el Cervantes en 1999. Trabó estrecha amistad con el vate comunista Pablo Neruda, participando de su círculo íntimo, sus manías y alegrías, y sus dubitaciones políticas. Acompañándole en París como Ministro Consejero en la última etapa de la vida del Poeta como Embajador de Chile en Francia.

Cuando lo conoció, 27 años más joven que el Poeta -siendo parte de un grupo generacional interesado en la literatura y en la música clásica-, en casa del arquitecto Sergio Larraín, Neruda vestía un traje de gabardina verde botella, “novedad rara, que llegaba de los Estados Unidos a precios prohibitivos, y calzaba zapatos de gamuza de color marrón oscuro”. Los hábitos más que burgueses del Poeta, evidentes en el vestir, el comer y en el vivir, incluían beber en abundancia. Como relata el diplomático, con los años la vocación etílica -satisfecha inicialmente con vino pipeño- se hizo más exigente, aficionándolo a los whiskys caros y a los vinos de colección.

Jorge Edwards fue llevado a la casa del Poeta en Los Guindos e introducido como un novel escritor que había publicado la colección de relatos El Patio. Neruda le espetó: “Ser escritor en Chile y llamarse Edwards, es una cosa muy difícil”, aludiendo al timbre empresarial de la familia y a su peso en los negocios. Impresionó a Edwards la enorme biblioteca de Neruda, repleta de “libros de todos los autores imaginables”, ya que el Poeta era tenido en su grupo como poco inclinado a las cosas intelectuales. Llamó su atención una suerte de retablo de íconos poéticos: Edgar Allan Poe, Walt Whitman, Baudelaire. Con el tiempo, se añadirían Rimbaud, Maiakovski y otros autores cuyas fotografías figuran en uno de los estudios de la casa de Isla Negra.

Corría 1952 y Neruda estaba casado con la intelectual y artista argentina Delia del Carril, bautizada por el cónyuge como La Hormiga. Delia -como le relatara Rafael Alberti al autor- fue presentada por el poeta español a Neruda durante su estancia madrileña como cónsul en tiempos de la República. Venía de París, donde fue alumna del pintor Fernand Léger. Según Alberti, pese a la diferencia de edad (ella andaba por los 50 y el Poeta por los 30), el flechazo fue instantáneo. Perfilada como aguda, observadora, intelectualizada, al parecer La Hormiga fue decisiva en el abrazo que Neruda dio a la causa del Partido Comunista.

A diferencia de Matilde Urrutia -amante secreta de Neruda y musa inspiradora de Los versos del capitán, fraguado durante una escapada por la isla de Capri y para quien el Poeta construyó la casa de La Chascona, en la falda del cerro San Cristóbal-, La Hormiga, “con su rostro de medallón antiguo, enmarcado por cabellos enteramente blancos” no intervenía mayormente en los opíparos hábitos del Poeta, frecuentemente rodeado de conmilitones y comelones en su casa de Los Guindos. Discurría en esos ambientes, casi maternal, haciendo gala de “una mezcla de mundanidad discreta, de buen tono, y de evidente pasión política”.

La mesa del Poeta en esa etapa es descrita magistralmente por Edwards: "Nada más diferente de los comedores afrancesados del Chile de aquellos años que la mesa nerudiana del jardín, con su madera gruesa y tosca, su despliegue de verduras de todos colores, sus jarras panzudas de vino pipeño, de tinto con frutilla, de duraznos en vino blanco. Había habas tiernas, cebollines de largos tallos verdes, cebollas picadas, tomates, escudillas de greda negra de Quinchamalí rebosantes de pebre (aceite con hierbas, cebollas y ajos picados, diferentes ajíes), grandes vasos acanalados de color verde oscuro que se llamaban, como aprendí en ese momento, 'potrillos', y que eran necesarios de necesidad absoluta para beber esos vinos".

La atmósfera de la peña que operaba en Los Guindos “era de distensión, de soltura, de informalidad, de cierta sencillez, de libertad”, refiere Jorge Edwards. “Se prodigaban las expresiones humorísticas... Las comidas no eran con asientos fijos ni se producían a horas demasiado regulares. Alguien partía de repente a comprar menestras o licores al almacén de la esquina. Los amigos, de brazos arremangados, intervenían en la cocina, y el dueño de la casa, si estaba de humor, se reservaba el rol de barman y hacía combinaciones misteriosas en algún recipiente profundo”.

Entre los contertulios figuraba Rubén Azócar, autor de una novela sobre Chiloé y profesor de castellano, especialista en La Araucana, el poema épico de Ercilla. Tomás Lago, coautor con Neruda de Anillos, obra de juventud, quien había desarrollado un curioso mimetismo a todo lo relativo al Poeta. Orlando Oyarzún y Manuel Solimano, amigos de juventud, corpulentos y teatrales. El costarricense Joaquín Gutiérrez, “encarnación del escritor comunista de aquellos años, vale decir, el perfecto estalinista”. El poeta Ángel Cruchaga, casado con uno de los amores de juventud de Neruda, inspiradora de Veinte poemas de amor.

Adiós, Poeta, trenzado por la prosa directa de Edwards, revela a un Neruda desmitificado, vital, complejo, apasionado, captado bajo un prisma emocionalmente cercano e intelectualmente distante. La Casa de Dostoievsky, donde moran los surrealistas, los láricos, los antipoetas, nos transporta al Santiago de Chile mágico de los 50 sumergido en la bohemia de Il Bosco de la cual participé y el Club de los Hijos de Tarapacá. Nos sitúa en el París romántico de bulevares y exilios de los 60. Y en La Habana enfebrecida de esa época, la de la zafra de los 10 Millones, la Tricontinental, el apoyo a la intervención del Pacto de Varsovia que clausuró la primavera del socialismo en Praga, la que “ajustó cuentas” con Padilla y su círculo. Incluido el memorialista Edwards, esa persona non grata.


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José del Castillo Pichardo, ensayista e historiador. Escribe sobre historia económica y cultural, elecciones, política y migraciones. Académico y consultor. Un contertulio que conversa con el tiempo.