De compromisos y favores
En el argot político la palabra compromiso adquiere una dimensión casi de juramento. “Es un compromiso de campaña”, dicen para explicar un nombramiento inexplicable. O para aclarar por qué se abultó una nómina, se contrataron 400 compañeros o se estanca un proceso.
La cuestión es que se comprometen a nombre del contribuyente, que pagará esos acuerdos porque del bolsillo del funcionario (del nivel que sea) no saldrá el pago. El compromiso llega a nombrar en puestos especializados a personajes absolutamente ajenos a su nuevo cargo, por lo que el daño al ciudadano es doble. No solo le sale caro, si no que además tendrá un perfecto incompetente dirigiendo asuntos necesarios de una manera inadecuada que le hace la vida más complicada.
El compromiso del político le lleva a cometer errores innecesarios, a devolver “favores” que no son en absoluto imprescindibles y a mantener in sécula seculórum a personas que ya no deberían, por múltiples razones, ejercer determinada función.
La institucionalidad que tanto cacarean es precisamente lo contrario. Respetar las funciones de los organismos y su independencia, jugar con las reglas que nos hemos dado, respetar la voluntad del votante. Los “compromisos” se resuelven siempre en contra de la conveniencia de todos, del bien común.
Vivimos en una sociedad en que los favores son una moneda de intercambio a la que hay que recurrir para obtener los servicios más elementales. Una los favores a los compromisos y el resultado es una malla de engaños que dificultan el desarrollo social, por no hablar del día a día personal.