El fuego como castigo
Cuando el fuego es mensaje, no un accidente
En Haití, el fuego ha perdido la virtud de purificar para convertirse en castigo. Se levanta como juicio, sin anunciar comienzos ni limpiar culpas. Más que calor o accidente, es mensaje e intención: quema para borrar y declarar. Se enciende con voluntad, como un acto de violencia sagrada. No es ajeno al paisaje político ni al sincretismo religioso; a veces, parece más rito que delito, más conjuro que crimen.
El incendio del Hotel Oloffson —esa reliquia de la arquitectura gingerbread que resistió terremotos, dictaduras y zombificaciones literarias— representa tanto una pérdida patrimonial como una declaración. Las llamas repitieron un gesto ya inscrito en la memoria haitiana: la quema de las plantaciones francesas durante la revolución, el suplicio del Père Lebrun en los días convulsos de Aristide, la eliminación ritual de símbolos que conservan un pasado que estorba.
El Oloffson era un palimpsesto cultural. Una galería de espectros coloniales, refugio de extranjería y deseo. Lo frecuentaron diplomáticos, artistas, bohemios, reporteros y creyentes del misterio haitiano. Su destrucción denuncia un recuerdo sin borrarlo. Las ruinas, como susurros en kreyòl antiguo, parecen advertir que aquí tampoco hubo tregua.
¿Es el fuego en Haití parte del lenguaje vudú? ¿Una forma de loa, de ofrenda, de castigo? Quizá. Porque en esa tierra, lo sagrado y lo político se entrelazan, y la violencia actúa con la legitimidad de una fe ancestral. Se quema lo que representa poder, herencia o deseo. Y lo que arde, lo hace para no volver.
Las cenizas quedan como advertencia, en vez de promesa de reconstrucción. En Haití, incluso la nostalgia resulta peligrosa. Todo lo que permanece se convierte en blanco. El fuego consume lo que sueña.
Así arde Haití. Una vez más. No como promesa, sino como castigo.