El rol del TC: entre la garantía y la distorsión
La batalla del Tribunal Constitucional contra demandas frívolas
La Constitución de la República Dominicana es clara: el Tribunal Constitucional (TC) no es una tercera instancia ni un tribunal de alzada. Es el guardián e intérprete supremo de la Carta Magna, encargado de preservar su primacía y asegurar que ninguna norma, acto o sentencia viole los principios fundamentales del orden constitucional.
Así lo establece el artículo 184: el TC conoce exclusivamente de las acciones directas de inconstitucionalidad contra leyes, decretos, reglamentos y resoluciones; de los conflictos de competencia entre los poderes públicos; y de las revisiones de amparo en última instancia. Su función es asegurar que el edificio institucional del país no se desvíe del marco normativo que le da legitimidad. No le corresponde resolver casos comunes, ni corregir errores procesales, ni intervenir en conflictos desprovistos de cuestiones de derecho constitucional.
Sin embargo, con demasiada frecuencia se quiere arrastrar al TC a terrenos ajenos a su naturaleza, utilizándolo como válvula de escape para decisiones impopulares, como árbitro de disputas ligeras o incluso como escenario para eternizar litigios que no contienen una mínima dimensión constitucional. Esa desviación funcional atenta contra la institucionalidad y disminuye la majestad del tribunal al ocuparlo con un aluvión de demandas mal fundamentadas.
Es un reto que el TC afronta con la entereza que le ha caracterizado. Forzado está a depurar con sapiencia los casos que recibe, evitando convertirse en un espacio para la liviandad jurídica o el activismo procesal. Así preservará su bien ganadas legitimidad, autoridad y razón de ser: custodiar la Constitución, no reemplazar la labor de los tribunales ordinarios ni abrirse a todo reclamo con ropaje constitucional. De lo contrario, más que un guardián del orden constitucional, sería su rehén.