Socios, no hermanos
La democracia sin fraternidad es solo una promesa rota
En uno de los pasajes más lúcidos y urgentes de Fratelli tutti —la encíclica en la que el papa Francisco retoma y actualiza el "hermanos todos" del santo de Asís cuyo nombre eligió— se advierte sobre una transformación silenciosa pero devastadora: la sustitución del prójimo por el socio. En un mundo donde las relaciones humanas se construyen cada vez más sobre la base de intereses compartidos, afinidades ideológicas o beneficios mutuos, se va marginando sin escándalo a quienes no encajan, no rinden o simplemente incomodan. El otro deja de ser alguien a quien amar y se convierte en alguien con quien negociar. En ese esquema, la palabra "prójimo" pierde sentido y solo queda espacio para el "asociado útil".
Esa lógica es moral y espiritual, no solo política o económica. La fraternidad, recuerda el papa, no brota sola del respeto a las libertades ni de declaraciones abstractas sobre igualdad. Es una tarea, una construcción paciente, que exige voluntad política, educación cívica y sensibilidad humana. Sin ella, la libertad se vuelve soledad decorada, y la igualdad muta en lema hueco.
Francisco alerta sobre el individualismo radical, ese virus que disfraza el egoísmo de autenticidad; la indiferencia, de autonomía; y la acumulación de poder o confort, de éxito personal. Ese "cada quien en lo suyo" no puede sostener una comunidad ni ahuyentar la fragmentación social, el desprecio al diferente y la creciente incapacidad de arrimar hombros.
El desafío está planteado: reaprender la fraternidad como principio activo, como cimiento del bien común. Sin ella, la democracia se debilita, la justicia se diluye y la dignidad se reparte por cuotas de pertenencia.
Al final, como advierte Francisco, "la libertad enflaquece", y con ella, todo lo demás.