Eutanasia y ejecución: un mismo cóctel, dos dilemas morales
La República Dominicana tiene prohibidas la pena de muerte y la eutanasia

En la República Dominicana, tanto la pena de muerte como la eutanasia están prohibidas. En contraste, Estados Unidos permite la primera y Canadá ha legalizado la segunda. Paradójicamente, los tres países comparten una misma raíz religiosa dominante —el cristianismo—, que condena ambas prácticas, aunque solo en la República Dominicana se refleja aún plenamente en la legislación.
En apariencia, el procedimiento médico conocido como eutanasia asistida legal, implementado en países como Canadá, y la inyección letal usada en ejecuciones capitales en ciertos estados de Estados Unidos, comparten una base farmacológica común. En ambos casos, se emplea un cóctel de medicamentos destinado a inducir la inconsciencia, detener la respiración y provocar finalmente el paro cardíaco. Sin embargo, detrás de esta coincidencia química subyacen dos universos éticos, jurídicos y humanos profundamente diferentes: uno basado en la compasión y el respeto al consentimiento personal, otro sustentado en la coerción del Estado y el castigo penal.
En Canadá, la eutanasia médicamente asistida (MAID, por sus siglas en inglés) es un derecho reconocido para personas adultas que padecen enfermedades incurables y sufren física o psicológicamente de manera insoportable. Tras rigurosos procesos legales y médicos, el paciente recibe una serie de fármacos administrados por profesionales de la salud.
Típicamente, el protocolo inicia con un sedante poderoso, generalmente midazolam o propofol, que induce al paciente a un sueño profundo e inconsciente. Posteriormente, se administra un anestésico más potente, como fenobarbital, y finalmente un paralizante muscular o un compuesto que detiene el corazón, como rocuronio o cloruro de potasio.
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Una paradoja
Paradójicamente, la secuencia química empleada en la inyección letal de Estados Unidos es casi idéntica. Aquí, igualmente, se aplican sedantes, anestésicos y sustancias cardiotóxicas, pero la similitud termina en la composición de las sustancias. La diferencia crucial radica en la intención, la ética y la legitimidad social del procedimiento.
La eutanasia tiene como base filosófica fundamental el respeto a la autonomía personal. El paciente, enfrentado a un sufrimiento irreversible, ejerce su derecho de decidir sobre la manera y el momento de su muerte. El acto es supervisado por profesionales médicos capacitados, en un contexto legal regulado con precisión para evitar abusos. En Canadá, esto representa un acto humanitario, un último alivio para quien padece una enfermedad sin esperanza de recuperación.
En cambio, la inyección letal aplicada en los corredores de la muerte es un acto punitivo, impuesto contra la voluntad del condenado, sin consentimiento alguno. Numerosas organizaciones defensoras de los derechos humanos denuncian esta práctica como cruel, degradante y arbitraria. Los médicos, en su mayoría, rechazan su participación alegando violaciones éticas fundamentales del juramento hipocrático, por lo que muchas ejecuciones son realizadas por personal no necesariamente calificado para procedimientos clínicos complejos.
A pesar del intento por presentar la inyección letal como una forma "humana" de ejecutar sentencias, han surgido numerosas controversias por ejecuciones prolongadas o mal administradas, lo cual incrementa las dudas sobre la legitimidad ética y la humanidad del procedimiento.
Sin embargo, ambas prácticas enfrentan controversias éticas. En el contexto de la eutanasia, grupos religiosos y asociaciones que defienden a personas vulnerables advierten sobre el riesgo potencial de presiones familiares, sociales o económicas que podrían llevar a algunos individuos a solicitar su propia muerte de manera no plenamente autónoma. Por su parte, la pena de muerte enfrenta críticas más severas por su propensión al error judicial, discriminación racial y social en su aplicación, y falta de eficacia comprobada como disuasivo del crimen.
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Causa química, razones éticas
En definitiva, no son las sustancias químicas las que definen la legitimidad moral, sino las razones profundas que motivan su uso. Por tanto, la discusión no debería centrarse únicamente en los compuestos administrados, sino en el sentido ético de su aplicación, recordando que la ética —y no la farmacología— es lo que distingue al alivio humanitario del castigo institucionalizado.
Curiosamente, tanto la eutanasia como la pena de muerte comparten un rechazo común desde una perspectiva religiosa: ambas han sido condenadas por las principales ramas del cristianismo. Para muchas iglesias, la vida es un don inviolable desde su concepción hasta su término natural, y ningún ser humano —ni el individuo que sufre, ni el Estado que sanciona— debería tener el poder de interrumpirla deliberadamente. Esta postura, aunque consistente, ha sido también motivo de debate dentro de las propias comunidades religiosas, donde se enfrentan el principio del respeto a la vida con el imperativo de aliviar el sufrimiento o garantizar la justicia.
Así, nos encontramos ante una paradoja: dos prácticas que comparten métodos, suscitan dilemas éticos opuestos y son rechazadas desde el mismo dogma religioso. El debate, sigue latiendo en el corazón de nuestras sociedades modernas, donde ciencia, derecho, ética y fe se entrecruzan en torno a la más definitiva de todas las decisiones humanas: el momento de la muerte.